Mirar

Es frecuente encontrarnos con personas que se creen mejores que los demás, y que por ello se dedican a ofender y descalificar a quien piensa o actúa en forma diferente.

Cuando esto sucede en un matrimonio, ni el esposo ni la esposa aceptan sus errores, sino que sólo culpan a la otra parte, y así nunca se puede construir la paz y la armonía familiar. Sólo se escuchan ofensas, descalificaciones, insultos y se llega fácilmente a una separación. No hay peor engaño que el orgullo, que juzga y condena sin misericordia a los demás, y no advierte sus propios pecados.

En la Iglesia puede pasar lo mismo, cuando un creyente se considera perfecto en su fe, intachable en su vida y muy fiel a Dios, y condena a quienes viven auténticamente su fe pero la expresan de otra manera. Como quienes hacen consistir su religión sólo en su compromiso social, siempre importante, pero rechazan a quienes insisten más en la lectura de la Palabra de Dios, en la oración y en las celebraciones religiosas y litúrgicas, y que también practican la justicia y la misericordia con los demás, sobre todo con los pobres. Estas divisiones eclesiales son muy tristes y preocupantes.

Esto mismo nos ha pasado entre católicos y protestantes, cuando se insiste sólo en la Biblia, o sólo en los ritos sacramentales. No es cuestión de separar Biblia y ritos, sino unirlos existencialmente, porque eso es lo que Jesús nos enseñó.

En la política, esas actitudes vanidosas y dictatoriales de algunos dirigentes son lo que más destruye la paz social, que tanto necesitamos. Hay quienes presumen de ser intachables y culpan a otros partidos y gobiernos de todos los males que padece el país; no aceptan sus propios errores.

Si les decimos que tenemos otros datos que contradicen sus afirmaciones, nos insultan y hacen todo cuanto pueden para destruirnos. Y aún así, tienen muchos seguidores que no advierten esa soberbia prepotente tan dañina y violatoria de la dignidad humana de quienes vemos la realidad desde otros puntos de vista. ¡Quizá sea por los beneficios económicos que reciben! No hay que dejarse comprar por dádivas gubernamentales y ser libres para escoger las mejores opciones a la hora de elegir.

Discernir

El Papa Francisco, en su encíclica Gaudete et exultate sobre la santidad cristiana, comenta una de las bienaventuranzas que proclama Jesús, la mansedumbre, que es la actitud de una persona apacible, benigna, humilde, paciente:

“Felices los mansos, porque heredarán la tierra (Mt 5,5). Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente clasificamos a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de hablar o de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno se cree con el derecho de alzarse por encima de los otros. Sin embargo, aunque parezca imposible, Jesús propone otro estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus propios discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9).

Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades” (71-72).

“Pablo menciona la mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos acerquemos a corregirle, pero «con espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda: «Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.). Aun cuando uno defienda su fe y sus convicciones debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P 3,16), y hasta los adversarios deben ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia muchas veces nos hemos equivocado por no haber acogido este pedido de la Palabra divina” (73).

“La mansedumbre es otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza solo en Dios. De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin para referirse a los pobres y a los mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso, pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los demás piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán nuestros mayores anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las circunstancias, esperan en el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal 37,9.11). Al mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2) (74).

Actuar

Pidamos a Dios la virtud de ser mansos, sencillos, pacientes, humildes, amables, benignos, bondadosos, aunque algunos se burlen de nosotros. Ciertamente no hay que permitir que abusen de nosotros, pero no respondamos con insultos y ofensas, ni usemos calificativos condenatorios hacia quienes van por otros legítimos caminos.

Card. Felipe Arizmendi Esquivel

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