MIRAR
Cuando era párroco en San Andrés Cuexcontitlán (1967-70), una comunidad cien por ciento indígena otomí, veía con tristeza y preocupación cómo, cuando iban al vecino pueblo de Temoaya, los no indígenas los despreciaban y maltrataban, los marginaban y explotaban, sólo por ser pobres y no hablar bien el castellano. En aquel tiempo, yo empezaba a descubrir que hay otra forma de ser persona, de ser familia, de ser pueblo, de ser creyente, y yo también fui cambiando en mis actitudes hacia ellos. ¡Qué gracia de Dios tan grande fue para mí empezar a vivir con indígenas! Eso marcó mucho mi vida.
En todos los tiempos y en todas las culturas, los que tienen más poder, dinero y estudios, siempre han menospreciado a quienes no los tienen. En nuestros ambientes machistas, los varones nos creemos valer y saber más que las mujeres; en algunos casos, es al contrario. Quien tiene mejor casa, mejor vehículo y ropas más elegantes, se considera que vale más y ve hacia abajo a quienes carecen de ello. Esto sucede también entre países: muchos europeos nos han visto con menosprecio a los latinoamericanos y más a los africanos; pero también los mexicanos no volteamos a ver hacia los países centro y sudamericanos o caribeños. El pecado está en todas partes.
En nuestras iglesias, los clérigos de distintos rangos a veces nos creemos saber y poder mucho más que los laicos y que las religiosas. Esto es el clericalismo. Tanto es así que muchos de nuestros colaboradores no hablan ni proponen algo, a no ser para ejecutar las decisiones del párroco o del obispo. Como cardenal, no faltan quienes me exalten más de la cuenta y me pongan en la tentación de creerme más de lo que soy, siendo que todos, como personas y como bautizados, valemos lo mismo.
DISCERNIR
El Concilio Vaticano II (1962-65), en su Constitución sobre la Iglesia afirma categóricamente algo que muchos clérigos no hemos acabado de asumir: “Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo” (LG 32). Es decir: todos somos iguales. ¿En qué somos iguales? En dos cosas. En primer lugar, en dignidad. Sí; como cristianos, valen lo mismo el Papa o un cardenal, que un bautizado pobre y analfabeta. Por el bautismo, somos hermanos, miembros del Cuerpo de Cristo. En segundo lugar, somos igualesen cuanto a la acción común a todos los fieles; es decir, hay acciones que son comunes a todos los creyentes, como difundir la Palabra de Dios, santificar la familia, la escuela, la política, la economía, el deporte, la educación, hacer oración por sí mismo y por los demás, participar activamente en las celebraciones litúrgicas, etc. Somos una Iglesia jerárquica y no democrática, por voluntad de Jesús, y a la jerarquía le corresponden algunas acciones que no son comunes a los demás fieles, como presidir la comunidad y decidir en algunos casos, celebrar ciertos ritos, discernir lo que es revelación de Dios, pero todo esto siempre con la colaboración de los demás miembros de la comunidad. La jerarquía no es dueña de la Iglesia, sino servidora de los demás, pues entre todos formamos un solo cuerpo, una familia, una comunidad.
El pasado 2 de abril, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe, organismo que ayuda al Papa sobre todo en cuestiones doctrinales, emitió la Declaración Dignitas infinita sobre la dignidad humana. De entrada, nos recuerda que “la Iglesia está profundamente convencida de que no se puede separar la fe de la defensa de la dignidad humana, la evangelización de la promoción de una vida digna y la espiritualidad del compromiso por la dignidad de todos los seres humanos. La dignidad de todos los seres humanos va más allá de todas las apariencias externas o características de la vida concreta de las personas. Estamos ante una verdad universal, que todos estamos llamados a reconocer, como condición fundamental para que nuestras sociedades sean verdaderamente justas, pacíficas, sanas y, en definitiva, auténticamente humanas.
Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre. Este principio, plenamente reconocible incluso por la sola razón, fundamenta la primacía de la persona humana y la protección de sus derechos. La Iglesia, a la luz de la Revelación, reafirma y confirma absolutamente esta dignidad ontológica de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y redimida en Cristo Jesús. De esta verdad extrae las razones de su compromiso con los que son más débiles y menos capacitados, insistiendo siempre sobre el primado de la persona humana y la defensa de su dignidad más allá de toda circunstancia.
Creado por Dios y redimido por Cristo, todo ser humano debe ser reconocido y tratado con respeto y amor, precisamente por su dignidad inalienable. Sólo reconociendo la dignidad de cada persona humana, podemos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad. Según el Papa Francisco, ese manantial de dignidad humana y de fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo, pero también es una convicción a la que la razón humana puede llegar mediante la reflexión y el diálogo. Que todo ser humano posee una dignidad inalienable es una verdad que responde a la naturaleza humana más allá de cualquier cambio cultural. El ser humano tiene la misma dignidad inviolable en cualquier época de la historia y nadie puede sentirse autorizado por las circunstancias a negar esta convicción o a no obrar en consecuencia”.
Este principio fundamental se repite en forma machacona en todo el documento. Y sobre esta base, aborda temas muy discutidos, como los derechos de los pobres y migrantes, de los homosexuales y discapacitados, y otros más de los cuales trataré en próximos artículos.
ACTUAR
Valora tu dignidad y la de los demás. Tú vales mucho, aunque no tengas mucho dinero ni títulos universitarios. Respeta la dignidad de los demás, aunque su apariencia te repugne o te resulte molesta. ¡Todos somos hijos e hijas de Dios, creados a su imagen y semejanza, aunque a veces hagamos borrosa esa imagen!
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