MIRAR
Conocemos a personas que no se distinguen por esta virtud, que implica la justa medida en el uso de las cosas y el control sobre uno mismo, sino que se exceden, por ejemplo, en la comida y la bebida. No se controlan y se perjudican a sí mismos. Quien no sabe consumir bebidas embriagantes con moderación, no sólo daña su salud, sino que destruye su familia y se expone a accidentes que pueden ser mortales. Quien cuida demasiado su apariencia física, puede dejar de comer lo conveniente, o gastar en ropa, cirugías y maquillajes excesivos. Quien trabaja demasiado, descuida su familia y su propio descanso. Quien se excede en fiestas, carros y viajes, tarde o temprano lo lamentará. Quien no se domina a sí mismo en el uso del celular, se vuelve su esclavo y descuida su convivencia familiar.
Lo mismo puede pasar en las prácticas religiosas. Quien está demasiado tiempo en el templo, pero descuida sus obligaciones, no es agradable a Dios. Quien reza mucho, pero no ama a su familia y a los necesitados, no tiene una religión madura.
En la política, sobre todo en tiempos electorales, se gasta demasiado en propaganda, que pronto es basura. Hay demasiados spots publicitarios, que llegan a aburrirnos y ya no les hacemos caso. Candidatos que se dicen creyentes, pero los domingos no se dan tiempo para su participación en la Misa o en el culto de la propia religión, le dan más importancia a su lucha partidista que a Dios. Quienes sólo ven defectos y errores en la vida de los otros contendientes, y nada valoran de sus cualidades y servicios, se exceden en calificativos sin fundamento, y no se dan cuenta de que eso los desacredita a ellos mismos. ¡Cómo se necesita una sana medida en la política!
DISCERNIR
El Papa Francisco, en una de sus catequesis semanales sobre vicios y virtudes, explica la importancia de la templanza:
“El término griego significa literalmente “poder sobre sí mismo”. La templanza es un poder sobre sí mismo. Esta virtud es la capacidad de autodominio, el arte de no dejarse arrollar por las pasiones rebeldes.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que «la templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Ella asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar para seguir la pasión de su corazón» (n. 1809).
Las personas que actúan movidas por el ímpetu o la exuberancia son, en última instancia, poco fiables. Las personas sin templanza son siempre poco fiables. En un mundo en el que tanta gente se jacta de decir lo que piensa, la persona templada prefiere, en cambio, pensar lo que dice. ¿Entienden la diferencia? No digo lo que se me ocurre, así sin más; no; pienso lo que tengo que decir. Asimismo, quien practica la templanza no hace promesas vacías, sino que asume compromisos en la medida en que puede cumplirlos.
También en los placeres, la persona templada actúa juiciosamente. El libre curso dado a los impulsos y la total licencia concedida a los placeres acaban volviéndose contra nosotros mismos, sumiéndonos en un estado de aburrimiento.
La persona templada sabe pesar y dosificar bien las palabras. Piensa en lo que dice. No permite que un momento de ira arruine relaciones y amistades que luego sólo pueden reconstruirse con gran esfuerzo. Especialmente en la vida familiar, donde las inhibiciones son menores, todos corremos el riesgo de no mantener bajo control las tensiones, las irritaciones, la ira. Hay un momento para hablar y otro para callar, pero ambos requieren la justa medida. Y esto se aplica a muchas cosas, como por ejemplo el estar con otros y el estar solos.
La persona templada consigue mantener unidos los extremos: afirma principios absolutos, reivindica valores innegociables, pero también sabe comprender a las personas y mostrar empatía por ellas. Muestra empatía.
El don de la persona templada es, por tanto, el equilibrio, una cualidad tan valiosa como rara. De hecho, en nuestro mundo todo empuja al exceso. En cambio, la templanza se lleva bien con actitudes evangélicas como la pequeñez, la discreción, el escondimiento, la mansedumbre. Quien es templado aprecia la estima de los demás, pero no hace de ella el único criterio de cada acción y de cada palabra. Es sensible, sabe llorar y no se avergüenza de ello, pero no llora sobre sí mismo. Derrotado, se levanta; victorioso, es capaz de volver a su antigua vida escondida. No busca el aplauso, pero sabe que necesita de los demás” (17-IV-2024).
ACTUAR
Eduquémonos en la templanza y eduquemos a los hijos en esta virtud. Que aprendan a dominarse a sí mismos y no se dejen aprisionar por lo que quieren, por lo que más les gusta, por la comida o el juego, por el celular sin control. ¡Y ojalá que en la contienda política haya una debida templanza!
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