Granito de mostaza

El ejercicio de la autoridad en una Iglesia sinodal

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Antes de que empezara el actual Sínodo de los Obispos, una persona desconfiaba de sus resultados y decía que no tenía caso que laicos, presbíteros y religiosas hablaran, si al final era el Papa quien decidía lo que se aceptaba o no. Para ella, la palabra de las personas consultadas era la definitiva, y no tenía que depender eso de la autoridad del Papa. Con esto daba a entender que no asumía que la Iglesia es jerárquica, pues así la fundó Jesús, con el Sucesor de Pedro a la cabeza.

Una mujer de las que están participando en el Sínodo, con derecho a voz y voto, en una rueda de prensa expresaba: “Aquí se está encontrando un único pueblo, sin jerarquías, todos en un mismo nivel, no hay superiores ni inferiores, con los sentimientos más diversos; está en nosotros mismos el querer buscar nuevos caminos para la Iglesia… Esa metodología es la que me ha impactado, nos escuchamos para llegar a una sola verdad a partir de las verdades de cada uno y que ponemos en común”. Es cierto, se comparte libremente, pero la última palabra la tiene el Papa.

Así como he convivido con religiosas extraordinarias, sencillas, bien preparadas, muy participativas, comprometidas sobre todo con los pobres, en mucha comunión eclesial, de mucha oración y apreciando la liturgia de la Iglesia, me he encontrado con alguna que luchaba por que no se hiciera promoción vocacional sacerdotal, sino sólo para el diaconado permanente casado, pues el sacerdote podría tener más autoridad pastoral. Y otra que, después de estar al frente de una parroquia por falta de sacerdotes, cuando ya se tuvo uno disponible, no quería que llegara como párroco, sino como uno más, como una parte del equipo pastoral, pero no con la autoridad de párroco, porque, decía, “aquí todos somos iguales y valemos lo mismo”. Se percibe aquí una lucha de poder, aunque se disimule de servicio. Desde luego que estos casos son excepciones; lo más común es contar con su presencia calificada en muchos ámbitos de la pastoral.

Discenir

En el Instrumentum laboris del actual Sínodo se dice lo siguiente al respecto, asumiendo que la Iglesia es jerárquica, pero que el ejercicio de la autoridad eclesial debe tener algunas características:

“Enraizado en esta conciencia está el deseo de una Iglesia cada vez más sinodal también en sus instituciones, estructuras y procedimientos, para constituir un espacio en el que la común dignidad bautismal y la corresponsabilidad en la misión no sólo se afirmen, sino que se ejerzan y practiquen. En este espacio, el ejercicio de la autoridad en la Iglesia se aprecia como un don y se configura cada vez más como «un verdadero servicio, que la Sagrada Escritura llama muy significativamente “diakonía” o sea ministerio» (LG 24), según el modelo de Jesús, que se inclinó para lavar los pies a sus discípulos (cf. Jn 13, 1-11).

En su origen, el término «autoridad» indica la capacidad de hacer crecer y, por tanto, el servicio a la originalidad personal de cada uno, el apoyo a la creatividad y no un control que la bloquea, el servicio a la construcción de la libertad de la persona y no un cordón que la mantiene atada.

Todos los que ejercen un ministerio necesitan formación para renovar los modos de ejercer la autoridad y los procesos de toma de decisiones en clave sinodal, y para aprender cómo acompañar el discernimiento comunitario y la conversación en el Espíritu. Los candidatos al ministerio ordenado deben formarse en un estilo y mentalidad sinodales. La promoción de una cultura de la sinodalidad implica la renovación del actual currículo de los seminarios y de la formación de los formadores y de los profesores de teología, de manera que exista una orientación más clara y decidida hacia la formación a una vida de comunión, misión y participación. La formación para una espiritualidad sinodal está en el corazón de la renovación de la Iglesia.

Fuerte es la conciencia de que toda autoridad en la Iglesia procede de Cristo y está guiada por el Espíritu Santo. La diversidad de carismas sin la autoridad se convierte en anarquía, del mismo modo que el rigor de la autoridad sin la riqueza de los carismas, ministerios y vocaciones se convierte en dictadura. La Iglesia es al mismo tiempo sinodal y jerárquica, por lo que el ejercicio sinodal de la autoridad episcopal tiene la connotación de acompañar y salvaguardar la unidad.

Para proceder a la renovación del ministerio episcopal dentro de una Iglesia más plenamente sinodal son necesarios cambios culturales y estructurales, mucha confianza recíproca y, sobre todo, confianza en la guía del Señor, favoreciendo la construcción de un sentimiento de confianza mutua y la formación de un consenso eficaz.

Una Iglesia constitutivamente sinodal está llamada a articular el derecho de todos a participar en la vida y misión de la Iglesia en virtud del Bautismo con el servicio de la autoridad y el ejercicio de la responsabilidad que, de diversas formas, se confía a algunos.

Todos comparten la llamada a conformarse con el ejemplo del Maestro, que dijo de sí mismo: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Para los discípulos de Jesús, ayer, hoy y siempre, la única autoridad es la autoridad del servicio. Estas son las coordenadas fundamentales para crecer en el ejercicio de la autoridad y de la responsabilidad, en todas sus formas y en todos los niveles de la vida de la Iglesia.

Los documentos de la primera fase expresan algunas características del ejercicio de la autoridad y la responsabilidad en una Iglesia sinodal misionera: actitud de servicio y no de poder o control, transparencia, estímulo y promoción de las personas, competencia y capacidad de visión, discernimiento, inclusión, colaboración y delegación. Sobre todo, se hace hincapié en la actitud y la voluntad de escuchar. Por eso se insiste en la necesidad de una formación específica en estas habilidades para quienes ocupan puestos de responsabilidad y autoridad, así como en la activación de procesos de selección más participativos, especialmente para los obispos.

Las Asambleas continentales señalan también fenómenos de apropiación del poder y de los procesos de toma de decisiones por parte de algunos que ocupan puestos de autoridad y responsabilidad. A estos fenómenos vinculan la cultura del clericalismo y las diferentes formas de abuso (sexual, financiero, espiritual y de poder) que erosionan la credibilidad de la Iglesia y comprometen la eficacia de su misión.

¿Cuáles pueden ser las líneas de reforma de los seminarios y de las casas de formación, para que estimulen a los candidatos al ministerio ordenado a crecer en un estilo de ejercicio de la autoridad propio de una Iglesia sinodal? ¿Cómo repensar a nivel nacional la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis y sus documentos de aplicación? ¿Cómo reorientar los planes de estudio de las escuelas de teología?

¿Qué formas de clericalismo persisten en la comunidad cristiana? Aún se percibe una distancia entre los fieles laicos y los pastores: ¿qué puede ayudar a superarla? ¿Qué formas de ejercer la autoridad y la responsabilidad deben ser superadas por no ser propias de una Iglesia constitutivamente sinodal?

De las Asambleas continentales emerge con fuerza el deseo de procesos de decisión más compartidos, capaces de integrar la aportación de todo el Pueblo de Dios y de implicar a quienes, por diversas razones, permanecen al margen de la vida comunitaria, como las mujeres, los jóvenes, las minorías, los pobres y los excluidos. Este deseo coincide con la insatisfacción que provocan formas de ejercer la autoridad en las que las decisiones se toman sin consultar.

Las Asambleas continentales dan voz al temor de algunos que ven en competencia las dimensiones sinodal y jerárquica, ambas constitutivas de la Iglesia. Sin embargo, también surgen rasgos que expresan lo contrario. Un primer ejemplo es la experiencia de que, cuando la autoridad toma decisiones en el marco de procesos sinodales, a la comunidad le resulta más fácil reconocer su legitimidad y aceptarlas. Un segundo ejemplo es la creciente toma de conciencia de que la falta de intercambio con la comunidad debilita el papel de la autoridad, relegándolo a veces a un ejercicio de afirmación del poder. Un tercer ejemplo es la atribución de responsabilidades eclesiales a fieles laicos, que las ejercen de forma constructiva y no en oposición, en regiones donde el número de ministros ordenados es muy bajo.

Quienes desempeñan tareas de gobierno y responsabilidad están llamados a impulsar, facilitar y acompañar procesos de discernimiento comunitario que incluyan la escucha del Pueblo de Dios. En particular, corresponde a la autoridad del obispo un servicio fundamental de animación y validación del carácter sinodal de estos procesos y de confirmación de la fidelidad de las conclusiones a cuanto ha surgido durante el proceso. En particular, corresponde a los pastores verificar la consonancia entre las aspiraciones de sus comunidades y el «depósito sagrado de la Palabra de Dios confiado a la Iglesia» (DV 10), consonancia que permite considerar esas aspiraciones como expresión genuina del sentido de fe del Pueblo de Dios.

Adoptar procesos de decisión que recurran de forma estable al discernimiento comunitario requiere una conversión personal, comunitaria, cultural e institucional, así como una inversión en la formación.

Aunque el discernimiento es un acto que compete en primer lugar «a quienes tienen la autoridad en la Iglesia» (LG 12), ha ganado en profundidad y adhesión a los temas que han sido examinados gracias a la aportación de los demás miembros del Pueblo de Dios.

Corresponde al Obispo de Roma convocar a la Iglesia en Sínodo, convocando una Asamblea para la Iglesia universal, así como iniciar, acompañar y concluir el correspondiente proceso sinodal. Esta prerrogativa le pertenece en cuanto que «es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los obispos como de la multitud de los fieles» (LG 23)”.

Actuar

Pidamos al Espíritu Santo que el Papa, los obispos, los párrocos, las religiosas con cargos pastorales, los diáconos, los catequistas, sepamos ejercer nuestra autoridad al estilo de Jesús, el servidor por excelencia.

Card. Felipe Arizmendi Esquivel

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