MIRAR

Un compadre padecía la enfermedad del alcoholismo. Daba muchos problemas a su esposa, que lo cuidaba con esmero, paciencia y cariño, a pesar de las repugnantes escenas de su embriaguez. Nunca la golpeó, pero sí intentaba correrla de la casa. Cuando yo lo visitaba, muy dolido me decía: Yo soy la oveja negra de la familia… En vez de hacerle reproches, siempre le animábamos a salir adelante. Su esposa educó a sus hijos para que respetaran a su padre. Con el tiempo, el esposo cambió; pero como su organismo se había dañado bastante, falleció. La familia, hasta la fecha, se ha mantenido muy unida; los hijos nunca abandonaron a su padre y cuidan con mucho amor a la mamá, quien les insiste que se acerquen a Dios. ¿Dónde encontró ella esa fortaleza? Hacía mucha oración y procuraba ir a Misa casi diario. Con Cristo, la cruz es más llevadera y puede haber resurrección.

Una señora padecía cáncer y la familia la dejó casi sola. Sufría mucho por las radiaciones y quimioterapias, pero sobre todo por el abandono en que se encontraba. Acudía al sacramento de la reconciliación y a la Misa dominical, para encontrar no sólo salud, sino también fortaleza y nuevos ánimos. Ya superó el cáncer y está muy recuperada, pero con muchos resentimientos hacia su familia y hacia otras personas, pues siente que la menosprecian y se le alejan. Busca la confesión sacramental y participa en la celebración eucarística, porque dice que allí encuentra energía y vida para no dejarse invadir por malos sentimientos y para amar a quienes siente que no le aman. Cristo Resucitado nos da nuevos ánimos y nos impulsa a nueva vida.

En mi pueblo natal, muchísimas personas participaron en la representación tradicional del Viernes Santo. Por la tarde, se desató un terrible incendio en los cerros vecinos, amenazando destruir sembradíos y huertas de aguacate y durazno. Muchísima gente acudió a apagar el fuego, para apoyar a quienes tienen terrenos y casas por la región. En la oración, en la palabra de Dios, encuentran motivos para amarse como hermanos, para ser un pueblo unido en las buenas y en las malas. La fe en Cristo Crucificado y Resucitado mueve corazones para vivir la fraternidad.

DISCERNIR

El Papa Francisco, en la Vigilia Pascual de este año, nos ha dicho:  

“A veces sentimos que una lápida ha sido colocada pesadamente en la entrada de nuestro corazón, sofocando la vida, apagando la confianza, encerrándonos en el sepulcro de los miedos y de las amarguras, bloqueando el camino hacia la alegría y la esperanza. Son escollos de muerte y los encontramos, a lo largo del camino, en todas las experiencias y situaciones que nos roban el entusiasmo y la fuerza para seguir adelante; en los sufrimientos que nos asaltan y en la muerte de nuestros seres queridos, que dejan en nosotros vacíos imposibles de colmar; los encontramos en los fracasos y en los miedos que nos impiden realizar el bien que deseamos; los encontramos en todas las cerrazones que frenan nuestros impulsos de generosidad y no nos permiten abrirnos al amor; los encontramos en los muros del egoísmo y de la indiferencia, que repelen el compromiso por construir ciudades y sociedades más justas y dignas para el hombre; los encontramos en todos los anhelos de paz quebrantados por la crueldad del odio y la ferocidad de la guerra. Cuando experimentamos estas desilusiones, tenemos la sensación de que muchos sueños están destinados a hacerse añicos y también nosotros nos preguntamos angustiados: ¿quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (30-III-2024).

En su mensaje Urbi et Orbi del domingo pasado, proclama: “Hoy resuena en todo el mundo el anuncio que salió hace dos mil años desde Jerusalén: ´Jesús Nazareno, el Crucificado, ha resucitado´ (cf Mc 16,6).

La Iglesia revive el asombro de las mujeres que fueron al sepulcro al amanecer del primer día de la semana. La tumba de Jesús había sido cerrada con una gran piedra; y así también hoy hay rocas pesadas, demasiado pesadas, que cierran las esperanzas de la humanidad: la roca de la guerra, la roca de las crisis humanitarias, la roca de las violaciones de los derechos humanos, la roca del tráfico de personas, y otras más. También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús, nos preguntamos unos a otros: ¿Quién nos correrá estas piedras? (cf Mc 16,3).

Y he aquí el gran descubrimiento de la mañana de Pascua: la piedra, aquella piedra tan grande, ya había sido corrida. El asombro de las mujeres es nuestro asombro. La tumba de Jesús está abierta y vacía. A partir de ahí comienza todo. A través de ese sepulcro vacío pasa el camino nuevo, aquel que ninguno de nosotros sino sólo Dios pudo abrir: el camino de la vida en medio de la muerte, el camino de la paz en medio de la guerra, el camino de la reconciliación en medio del odio, el camino de la fraternidad en medio de la enemistad.

Jesucristo ha resucitado, y sólo Él es capaz de quitar las piedras que cierran el camino hacia la vida. Más aún, Él mismo, el Viviente, es el Camino; el Camino de la vida, de la paz, de la reconciliación, de la fraternidad. Él nos abre un pasaje que humanamente es imposible, porque sólo Él quita el pecado del mundo y perdona nuestros pecados. Y sin el perdón de Dios, esa piedra no puede ser removida. Sin el perdón de los pecados, no es posible salir de las cerrazones, de los prejuicios, de las sospechas recíprocas o de las presunciones que siempre absuelven a uno mismo y acusan a los demás. Sólo Cristo resucitado, dándonos el perdón de los pecados, nos abre el camino a un mundo renovado. Sólo Él nos abre las puertas de la vida, esas puertas que cerramos continuamente con las guerras que proliferan en el mundo” (31-III-2024).

Y en su alocución del lunes pascual, afirma: “La resurrección de Jesús no es sólo una noticia maravillosa o el final feliz de una historia, sino algo que cambia nuestras vidas y las cambia por completo y para siempre. Es la victoria de la vida sobre la muerte; es la victoria de la esperanza sobre el desaliento. Jesús ha atravesado la oscuridad de la tumba y vive para siempre: su presencia puede llenarlo todo de luz. Con Él cada día se convierte en la etapa de un viaje eterno, cada ´hoy´ puede esperar un ´mañana´, cada final un nuevo comienzo, cada instante se proyecta más allá de los límites del tiempo, hacia la eternidad.

La alegría de la Resurrección no es algo lejano. Está muy cerca, es nuestra, porque nos fue dada el día de nuestro Bautismo. Desde entonces, podemos encontrar al Resucitado y Él nos dice: ¡No temáis!. No renunciemos a la alegría de la Pascua.

Pero, ¿cómo alimentar esta alegría? Como hicieron las mujeres: encontrando al Resucitado, porque Él es la fuente de una alegría que nunca se agota. Apresurémonos a buscarlo en la Eucaristía, en su perdón, en la oración y en la caridad vivida. La alegría, cuando se comparte, aumenta. Compartamos la alegría del Resucitado” (1-IV-2024).

ACTUAR

Acerquémonos a Jesús, que está vivo y resucitado en la Eucaristía, en los demás sacramentos, en su Palabra, en la oración, en la comunidad, y entonces tendremos la fuerza necesaria para superar todas las piedras que se nos presenten en la vida.

Card. Felipe Arizmendi Esquivel

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Card. Felipe Arizmendi Esquivel

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