MIRAR
Es frecuente que, en la vida matrimonial, los esposos no dialogan, sino que uno trata de imponerse al otro, de ordinario el hombre sobre la mujer, y se vayan distanciando más y más. Cuando eran novios, el amor les hacía estar de acuerdo casi en todo, sin discusiones, aunque podría ser más por interés de no perder al otro, que por un amor maduro. Por ejemplo, si ella iba a Misa dominical y le pedía al novio, poco creyente, que fuera con ella, éste la acompañaba, quizá no por fe, sino por quedar bien con ella. Ya casados, ese interés se va perdiendo y llega el momento en que cada quien trata de imponer su razón, su
punto de vista, su decisión, por encima de todo y de todos. Ya no dialogan para encontrar lo mejor para ambos y para la familia, sino que intentan imponerse y aplastar al otro, a veces con violencia verbal y hasta física, incluso con ofensas y alusiones negativas hacia la familia de la otra parte. Por no saber dialogar, muchos matrimonios se rompen, aunque no se separen.
Lo mismo pasa en grupos, escuelas, organizaciones, también eclesiales. Se discuten asuntos de interés común, pero algunos no saben dialogar; a fuerza quieren tener razón en todo y alardean saber de todo. Hasta en el campo deportivo, hay aficionados que no saben asumir la derrota de su equipo, lanzan a los jugadores contrarios toda clase de objetos en la cancha, y fuera de los estadios quisieran desaparecer a los que defienden colores distintos.
Como resultado de las pasadas elecciones en el país, la llamada oposición fue casi aplastada por el partido en el poder. Los ganadores quisieran remachar lo que queda de sus oponentes. Sin embargo, un poder absoluto no es lo más sano para un país democrático. Los millones que no votaron por los que ahora triunfaron, son tan mexicanos como los demás, tan personas dignas como las otras, y su punto de vista no puede ser ignorado y aplastado. El país necesita diálogo, apertura para escuchar otras voces,
sabiduría para encontrar la parte de verdad que hay en quienes piensan diferente. Pero hay quienes no saben dialogar; no escuchan ni valoran a los otros; se sienten los únicos y absolutos poseedores de la verdad e intentan aplastar a los demás. ¡Cómo nos hace falta en el país apertura de unos y otros para escucharnos, para dialogar!
DISCERNIR
El Papa Francisco, en su exhortación Amoris laetitia, aborda el tema del diálogo como medio para preservar el amor y la paz familiar; lo que dice sirve también para otros ambientes, como la política.
“Siempre es necesario desarrollar algunas actitudes que hacen posible el diálogo auténtico. Darse tiempo, tiempo de calidad, que consiste en escuchar con paciencia y atención, hasta que el otro haya expresado todo lo que necesitaba. Esto requiere la ascesis de no empezar a hablar antes del momento adecuado. En lugar de comenzar a dar opiniones o consejos, hay que asegurarse de haber escuchado todo lo que el otro necesita decir. Esto implica hacer un silencio interior para escuchar sin ruidos en el corazón o en la mente: despojarse de toda prisa, dejar a un lado las propias necesidades y urgencias, hacer espacio. Muchas veces uno no necesita una solución a sus problemas, sino ser escuchado. Tiene que sentir que se ha percibido su pena, su desilusión, su miedo, su ira, su esperanza, su sueño.
Desarrollar el hábito de dar importancia real al otro. Se trata de valorar su persona, de reconocer que tiene derecho a existir, a pensar de manera autónoma y a ser feliz. Nunca hay que restarle importancia a lo que diga o reclame, aunque sea necesario expresar el propio punto de vista. Subyace aquí la convicción de que todos tienen algo que aportar, porque tienen otra experiencia de la vida, porque miran desde otro punto de vista, porque han desarrollado otras preocupaciones y tienen otras habilidades e intuiciones. Es posible reconocer la verdad del otro, el valor de sus preocupaciones más hondas y el trasfondo de lo que dice, incluso detrás de palabras agresivas. Para ello hay que tratar de ponerse en su lugar e interpretar el fondo de su corazón, detectar lo que le apasiona, y tomar esa pasión
como punto de partida para profundizar en el diálogo.
Amplitud mental, para no encerrarse con obsesión en unas pocas ideas, y flexibilidad para poder modificar o completar las propias opiniones. Es posible que, de mi pensamiento y del pensamiento del otro pueda surgir una nueva síntesis que nos enriquezca a los dos. La unidad a la que hay que aspirar no es uniformidad, sino una «unidad en la diversidad», o una «diversidad reconciliada». En ese estilo enriquecedor de comunión fraterna, los diferentes se encuentran, se respetan y se valoran, pero manteniendo diversos matices y acentos que enriquecen el bien común. Hace falta liberarse de la obligación de ser iguales.
Es importante la capacidad de expresar lo que uno siente sin lastimar; utilizar un lenguaje y un modo de hablar que pueda ser más fácilmente aceptado o tolerado por el otro, aunque el contenido sea exigente; plantear los propios reclamos pero sin descargar la ira como forma de venganza, y evitar un lenguaje moralizante que sólo busque agredir, ironizar, culpar, herir. A veces se trata de cosas pequeñas, poco trascendentes, pero lo que altera los ánimos es el modo de decirlas o la actitud que se asume en el diálogo. Es muy importante fundar la propia seguridad en opciones profundas, convicciones o valores, y no en ganar una discusión o en que nos den la razón” (136-140).
ACTUAR
Aprendamos a dialogar, empezando por nuestra familia, con apertura de corazón. Los demagogos y violentos no escuchan. Los gobernantes sabios valoran y necesitan a quienes tienen otros puntos de vista, para tomar buenas decisiones.
*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.
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