En la introducción que hace Guadalupe Nettel a un texto por demás interesante de Georges Perec, titulado: “Lo infraordinario”, la escritora plantea una pregunta que poco tiene de inocente: cómo describir, cómo interrogar “lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual” , ¿cómo dar cuenta de ello? Si queremos problematizar más esta reflexión habrá que preguntarnos, por qué hablar de una mística avecinada en lo cotidiano, en los pequeños días: aquello que pasa tan vertiginosamente, y a veces sin pena ni gloria.

Todos los días seguimos el mismo horario, recorrernos el mismo trayecto al trabajo, a la universidad, a nuestro lugar de apostolado; volvemos a casa, nos encontramos en el comedor para hablar –casi siempre– de los temas cotidianos. ¿Puede haber algo de místico en esto tan ordinario? Si por mística entendemos una serie de fenómenos extraordinarios (visiones, hablar en lenguas, o algún tipo de éxtasis), lo ordinario no es el lugar para encontrarnos con el arrebato del Misterio.

En cambio, si por Misterio entendemos aquello a lo que su etimología misma hace referencia, (muein, cerrar los ojos, cerrar la boca), es decir, el Misterio como aquello que no podemos ver con claridad, y de lo cual no podemos expresar discurso alguno, y en el caso que podamos decir ‘algo’ de ello, la realidad de eso que se nos manifiesta no podrá quedar encorsetada en concepto alguno.

Así las cosas, habrá que considerar la necesidad de entender que la mística, no consiste en otra cosa sino en la toma de conciencia de la bella (y a veces inquietante) presencia del Dios con nosotros, manifestándose no en el estruendo, sino en la suave brisa. Quizá el problema no estriba tanto en que el Misterio esté siempre oculto, sino en que nos resulta difícil aprender a ver con los ojos cerrados, y aún más complicado nos puede parecer estar en el silencio para dejar que sea otra voz la que hable incluso con la boca cerrada.

La mística de lo cotidiano supone entonces un necesario proceso de desaprendizaje. Es necesario despojarnos de todo aquello que nos impide disfrutar de lo que transcurre tras el velo de lo cotidiano. Dejar en suspenso las prisas de los pendientes impostergables, pero casi nunca esenciales, y darnos tiempo para poder perder el tiempo. Perder implica aquí, dejar ir al terrible Saturno que está siempre devorando a sus hijos. Perder conlleva irrumpir la linealidad del cronos, para poder hacer un paréntesis dentro del mismo tiempo, como en el poema de Octavio Paz: “Dentro del tiempo hay otro tiempo/ quieto/ sin horas ni peso ni sombra/ sin pasado o futuro/ idéntico perpetuo/ Nunca lo vemos/ Es la transparencia”) .

Esta irrupción en la vorágine del tiempo cronológico supone aprender a perder el tiempo platicando sin prisas en la sobremesa; dejarnos seducir por el olor de un café al despertar; coincidir con mis hermanos(as) de comunidad religiosa, o en la casa familiar con mi hermana, mi madre, mi padre, mi esposa o esposo sin haberlo planeado, y charlar con ellos de esto y aquello, de la vida, del ayer y del hoy. Perder el tiempo significa también contemplar los colores del ciruelo rojo, escuchar la música generada por el viento que mueve las ramas del fresno, o del encino siempre verde, o prestar cierta atención a la lluvia vespertina que moja la tierra y golpea –a veces fiera, a veces pausada– la ventana de nuestra habitación, acompañados de una lectura que no sea obligada, sino deseada. La irrupción en la carrera del cronos supone la llegada del Kairós. Así es como, paradójicamente, perder el tiempo es ganarlo, y al hacerlo, lo que obtenemos es gracia.

Vivir, comer, llorar, reír, todo eso que puede ser tan ordinario, si se hace creyentemente, es decir, humanamente, eso es vivir la mística de lo cotidiano. Quien se da cuenta del enigma que somos para nosotros mismos, quien se deja seducir por el misterio de la realidad, se da cuenta que él mismo es la pregunta y el problema (la magna quaestio que se plantea en el libro VI de Las Confesiones de San Agustín, “factus eram ipse mihi magna quaestio”) por ende, está actuando ya religiosamente.

Así entendido, la persona mística vive ‘religiosamente’, convirtiéndose, esto es, derribando nuestros estereotipos, desaprendiendo aquello que no nos permite crecer, reconociendo la grandeza de nuestro mundo, aceptando nuestra finitud, paladeando los sinsabores y las dulzuras de la vida, viendo y escuchando al otro. Quien vive esto, está adentrándose ya a la experiencia del Misterio, ese que habita en lo sencillo, en lo cotidiano.

Correo del autor: luisgustavomelendez@imdosoc.org

Dr. Luis Gustavo Meléndez Guerrero, fsc

Su formación académica ha transcurrido entre la filosofía y la teología, obteniendo los títulos de licenciado y máster en ambas áreas de estudio. Ha ampliado su formación académica en Minnesota, en Chicago Illinois, Múnich Alemania, y en la Universidad Pontificia de Comillas de Madrid. Se doctoró con honores con un estudio comparado en Teología y Literatura en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Cuenta con un postdoctorado en teología Sistemática por la Pontificia Universidad Católica de Paraná, Brasil. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Conahcyt, e investigador asociado del Centro de Estudios en Estética, Religión y Cultura Contemporánea en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Es profesor de teología y estética en la Universidad La Salle, en el IFTIM y en la Iberoamericana de México.

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