Jaime Septién
Se suele decir que la ciudad que habitamos es nuestra “segunda piel”. Si de verdad lo comprendiéramos, haríamos más por cuidarla, embellecerla y evitar que factores externos la dañaran, exactamente igual que lo hacemos con nuestra piel corporal.
“Dejar de valorar lo público aboca a no entender por qué hemos de valorar más la ley -el bien público por excelencia- que la fuerza”, escribió Tony Judt. Valorar lo público es privilegiar el bien común por encima de los bienes individuales. Nuestras ciudades son el espejo de la anti-valoración de lo público. Tenemos leyes en lo urbano, lo ambiental, la movilidad o el cuidado del patrimonio cultural, artístico y tradicional.
Pero a la menor provocación, nos olvidamos de ellas. Necesitamos la fuerza para cumplirlas, o el temor al castigo. No todo está perdido. Hay un movimiento mundial -en muchos aspectos liderado por el Papa Francisco- para generar convivencia pacífica mediante el cuidado de la casa común y, por consiguiente, el cuidado de nuestras ciudades.
Las encíclicas Laudato Si’ y Fratelli tutti penetraron millones de corazones, especialmente de los jóvenes, y ellos, sin alharaca, con gran fuerza, han tomado la estrategia de valorar lo público. Las redes sociales han sido importantes.
Gracias a ellas podemos “viralizar” buenas prácticas de ciudades y personas en todo el planeta. En esto no hay ideologías: hay una necesidad, arraigada en cada uno de nosotros, de vivir a la manera en que lo decía aquella canción del rockero español Miguel Ríos: “Todo a pulmón”.
*Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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