Jaime Septién
El recientemente nombrado premio nacional de literatura en España, Manuel Rivas, dijo en una entrevista que hoy “las paloabras están hastiadas de tanta manipulación”. Y es una verdad del tamaño de una catedral. Ya nada significa, por ejemplo, “pueblo”. Lo usan, lo manosean, lo ultrajan a conveniencia.
Si una corrupción estamos contemplando ahora es la corrupción de las palabras. El populismo, sea del signo que sea, se ha encargado de, literalmente, mandarlas al diablo.
En México y en todos lados, la clase política, muchas veces asociada a los medios de comunicación de masas, vivimos un muladar en el que solo el que grita “convence”.
Hay demasiado rencor para usar un lenguaje preciso. Hay demasiada violencia como para no querer ocultarla con bonitos eufemismos. Los secuestros son de gente que ha “desaparecido”. Los crímenes son
“ajuste de cuentas”. Y las tropelías del oficialismo se disfrazan de “mandatos de 36 millones de votos”.
La reforma de todas las reformas no es modificar la Constitución al antojo del gobernante en turno. La reforma mayúscula, la que necesita nuestro país, es la reforma del lenguaje. Estamos llenos de mentirosos, de gente abyecta que utiliza las palabras como armas arrojadizas al prójimo para encubrir su debilidad moral.
Es imposible salir adelante. Es imposible que haya paz. Los estudiosos de la historia nos han enseñado con toda claridad que el preámbulo de una lucha fratricida, de una guerra o de una invasión, es la violencia verbal. No tanto el insulto, sino la charlatanería, esa costumbre de la clase política de reducir el mundo al “no importa lo que digo, sino que importa porque lo digo yo”.
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