Jaime Septién
Estamos rodeados de fanáticos. Entre ellos no hay izquierdas ni derechas. Amos Oz, el extraordinario escritor israelí lo ha dicho con conocimiento de causa:
Los fanáticos tienden a vivir en un mundo de blanco y negro. En un wéstern simplista de “buenos” y “malos”. El fanático es alguien que solo sabe contar hasta uno. Y, sin embargo, sin contradicción alguna,
casi siempre tiende a revolcarse por placer en una especie de sentimentalismo agridulce, compuesto de una ira ardiente y autocompasión pegajosa. Él o ella siempre prefieren “sentir” en lugar de pensar.
(Queridos fanáticos, págs. 31-32).
Amos Oz da una definición de quienes pueblan ahora mismo la sección de “Comentarios” en los medios digitales o los chats de WhatsApp. Antes los consideraba como parte de “la dictadura de los imbéciles” que denunció Umberto Eco. Hoy ya los considero como lo que son: fanáticos incapaces de comprender, de escuchar, de dialogar. Lo que es peor, incapaces de trabajar por el bien común.
La violencia verbal es el preludio de la violencia material. Lo que no está “regalando” nuestra ‘clase política’ es el camino que allana el enfrentamiento entre ciudadanos irreconciliables.
Muchos piensan así: “Si ellos no son capaces de ponerse de acuerdo, no obstante les pagamos un montón de dinero, ¿por qué voy a tolerar a mi vecino, que además de ser (póngale el partido político que se le antoje), es un pesado?” De ahí a los golpes hay una mecha corta y demasiado fácil de encender: puede ser el ladrido del perro, el estacionamiento del coche, el hábito de escuchar música diferente.
Estamos abandonando velozmente la peligrosa necesidad de pensar. Un mundo de blanco y negro. A eso le llamamos libertad, pero no es más que fanatismo.
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