Jaime Septién
La noche oscurísima por la que atraviesa el mundo debe escuchar la voz del Papa Francisco. Dejar atrás las disputas y elegir el camino de la paz. No es que haya otras salidas, no las hay. Pero la paz exige algo que los seres humanos raramente experimentamos: el perdón.
Los signos de este año que comienza –planteados por Francisco en su discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede—son de alarma. Pero los cristianos sabemos que Dios nunca ha de abandonar a su pueblo; que las tinieblas no son perennes y que hay en los hombres de todas las razas y de todos los tiempos –inserto en su ADN—la grandeza de su origen divino.
El “universal desbarajuste” provocado por la Segunda Guerra Mundial que denunciaba el Papa Pío XII en su radiomensaje de Navidad de 1944, vuelve a tocar las puertas de nuestro atribulado planeta. Sin embargo, en esa misma alocución el Papa Pacelli advertía que ese horrible conflicto podría ser “el punto de partida de una era nueva” a partir de la “renovación profunda” de la humanidad.
Tenemos que surcar el camino hacia la paz antes que no haya vuelta atrás. Antes del despeñadero. Y en ese sentido, tanto en los pueblos como entre las personas, el camino hacia la paz “exige el respeto de la vida, de toda vida humana, empezando por la del niño no nacido en el seno materno, que no puede ser suprimida ni convertirse en un producto comercial”.
Este es el núcleo del mensaje de la Iglesia (por eso tanto odio contra ella): el respeto a la vida, a la dignidad de cada ser humano; el respeto a la Creación. Sin esto, la paz jamás será posible. El perdón es una ilusión. La reconciliación es una quimera. La misericordia una broma pesada.
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