Jaime Septién
Una de las formas, quizá la más sutil de todas, para desarmar la fe en los corazones de la llamada “generación de cristal” (los adolescentes-adultos contemporáneos) es hacerlos creer que, yendo a misa, confesándose, cumpliendo los preceptos y obedeciendo un modelo de vida que privilegia la virtud se vuelven losers.
En esa insolente inundación de terminajos anglos, junto con la pobreza verbal creciente, auspiciada por la inmediatez y la ausencia de esfuerzo para la lectura, el ser loser implica definitivamente no ser cool, lo que redunda en tener pocos likes en el face. “Güey, te vuelves, güey, neta, literal, en un friki que asusta con sus selfies, güey”. O algo así.
Aunque desde la Iglesia a veces no se quiera ver, esta depresión lingüística, tanto como el impedimento de una reflexión seria sobre los cimientos de nuestra civilización, ha hecho que la fe deje de lado la cultura. Y cuando esto sucede, no solo la cultura es la que se resquebraja, también la fe cae en el limbo de lo insustancial, de lo que no merece la pena ni siquiera ser tomado en cuenta.
Los muchos que ahora desertan del catolicismo (21% de los mexicanos mayores de 18 años que nacieron católicos y ya no lo son, según un estudio del PRC), lo hacen más que por rebelión ante las enseñanzas de Jesús o por una revuelta contra sus abuelos o sus padres, por pura y dura indiferencia.
Es la trampa mayor a la que se enfrenta hoy el cristianismo. Si antaño fueron los comunistas, los masones, los liberales quienes socavaban la herencia maravillosa del Evangelio; actualmente la bestia que susurra al oído de los jóvenes, de los niños, viene de la pantalla, de la inteligencia artificial, del desgano: ¿para qué te esfuerzas en comprender, en emprender, en escuchar, en conversar y menos en obedecer, si lo que tienes es que prepararte para vivir en una alberca de tiburones, donde el pez grande se merienda al chico? Donde la compasión no tiene habitación. Y donde la virtud ofende.
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