Jaime Septién
Un poema de Emily Dickinson dice cómo no hay un caballo más rápido para llegar a tierras ignotas y universos desconocidos, como lo es un libro. La literatura nos hace ser nosotros mismos, ser de otro modo, y ser más.
Hoy se oye decir que ya nadie lee (lo cual es una paradoja: usted está leyendo) y que existe un complot universal para desviar hacia las redes sociales el tiempo que antes “gastábamos” en buscar un libro, tenerlo, sentarnos bajo la sombra de un árbol y pasar morosamente las páginas de una aventura de la imaginación.
En la historia hay muchos ejemplos de transformación a partir de un libro, una frase, una intuición compartida. El de San Agustín (“Toma y lee”) que le dio al cristianismo uno de sus grandes pensadores; el de Rubén Darío, un niño pobre de Nicaragua que se topó con una biblioteca pública en su pequeña localidad, fruto del empeño de un hombre que apostaba por la cultura, y que se convirtió en el poeta más importante de habla hispana en el siglo XIX…
Usted mismo debe tener una historia que contar. Y esa historia puede ser el antídoto contra las redes sociales y el “pantallismo” que le está comiendo el asombro a nuestros niños. El niño -desde Platón lo sabemos- es un filósofo. Pregunta por qué. Y en esa pregunta va el inicio de toda filosofía. Quien pregunta se asombra.
Y busca respuestas no en Google, sino en su entorno inmediato. Cuando no las encuentra acude a un libro, a sus mayores, a alguna autoridad. ¿Quién es la autoridad en Google? Nadie.
No los privemos, no nos privemos de la aventura triple del saber, de la belleza y del amor. Lo que está en la literatura de todos los tiempos.
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