Jaime Septién
Un personaje de Pabellón de cáncer, novela publicada en 1968 por el Premio Nobel ruso Alexander Solzhenitsin, ve conmutada la pena capital que le había impuesto el régimen de Stalin, por la de cadena perpetua. Había sobrevivido– escribe el autor—“pero ignoraba para qué”. Ese personaje ¿no somos también nosotros?
Sobrevivimos, nos esforzamos, pero no sabemos para qué. La crisis contemporánea es una crisis de sentido. Lejos de acertar a globalizar la solidaridad, hemos globalizado la indiferencia. Nuestra propia indiferencia. El aburrimiento que parece amenazar a la civilización de la técnica.
En su dedicatoria “Al lector” en Las flores del mal, Baudelaire dice que el tedio –en un bostezo—se tragará al mundo mientras sueña con patíbulos y fuma su pipa; mientras está repantigado en el sillón, viendo cómo la humanidad se desgarra en conflictos, en el engaño, la infidelidad, la desertificación y un larguísimo etcétera.
Trabajamos hasta la extenuación. Pero somos incapaces de decir por qué lo hacemos. Vibramos, como diapasones, en el vacío. Somos el tipo de Baudelaire, mirando la pantalla, insensibles ante la masacre de Salvatierra, las guerras de Putin o los bombardeos en Gaza.
Nietzsche escribió que Dios había muerto. Cuando lo hizo, la gente pegó un respingo. Si lo hiciera hoy, le aplaudimos. O nos encogemos de hombros. Y no le diríamos nada: “al cabo, está en su derecho”. Y porque “Dios ha muerto”, el mundo moderno eleva lo efímero a la categoría de imprescindible. Y al yo como bien supremo.
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