Jaime Septién
Es probable que, junto con La Metamorfosis, Edificación de la muralla china sea uno de los cuentos más leídos de Franz Kafka, aunque es difícil saberlo. Haya tantos Kafka como lectores de Kafka hubo, hay y seguirá habiendo, porque este escritor toca uno de los pasajes más sombríos de la existencia humana: la creencia de que en el universo no hay lugar para la esperanza.
En sus narraciones, Kafka incorpora un sutil sentido del humor: la ironía. Y como quien no quiere la cosa, de pronto desliza sentencias que nos abren los ojos sobre cuestiones muy alejadas de lo que, supuestamente, tratan sus narraciones. En Edificación de la muralla china nos topamos con una de esas frases que son como hachazos al cuello del lector.
El narrador del cuento explica cómo “la Dirección” ha optado por construir de forma discontinua la muralla. 500 metros por parte de un grupo, 500 metros por parte de otro, hasta encontrarse y sellar los 1,000 metros, y luego a casa. En el camino se percatan de que hay grandes espacios vacíos, lo que facilitaría que los enemigos penetrasen en el territorio chino e hicieran cera y pabilo de sus habitantes. Eso desvirtuaba el sentido de la construcción.
Y he aquí que el narrador nos descubre lo que hay detrás del poder descontextualizado, el poder que es poder porque no da razones (como sucede en muchos ámbitos de nuestra América Latina): “En esos días, la máxima secreta de muchos, y aún de los mejores, era ésta: Trata de comprender con todas tus fuerzas las órdenes de la Dirección, pero sólo hasta cierto punto; luego, deja de meditar. Una máxima de lo más razonable, que se desarrolló en una parábola que logró mucha difusión.”
Tanta que llega hasta la orilla de nuestros días.
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