A los europeos y anglosajones les cuesta trabajo entender al Papa Francisco. En cambio, africanos, asiáticos y, desde luego, latinoamericanos, en su mayoría, tenemos afinidad con el pontífice argentino. Ciertamente es un cambio de paradigma. Algo parecido a san Juan XXIII, de quien se decía iba a destruir dos mil años de la Iglesia a raíz de la convocatoria al Concilio (Ecuménico) Vaticano II. Hoy se susurra que el Sínodo de la Sinodalidad tendrá el mismo efecto.
He leído la entrevista que le hizo un periódico austriaco al periodista Peter Sewald. Está furioso por lo que ha hecho Bergoglio al legado de Ratzinger. Dos asuntos: las nuevas disposiciones sobre la Misa en latín y la expulsión a Alemania del secretario personal del que fuera Papa Emérito, Georg Ganswein. Sus argumentos suenan razonables. Pero son extremadamente europeos.
Todo proceso de cambio trae rupturas. La impresión que me dio conocer a Francisco en el Vaticano fue la de un párroco sencillo, simpático, cercano y preocupado por los que la alta teología toma en cuenta de manera, digámoslo así, tangencial. Lo suyo es la calle, el metro, la pizzería de la esquina.
En aquel encuentro sobre la trata de personas, dijo una metáfora que lo pinta de cuerpo entero. En la acción social cristiana se debe ser como el chancho (el cerdo) en el platillo de jamón con huevo. La gallina participa, el chancho se compromete. El Espíritu Santo –no los cardenales ni los vaticanistas—guía el proceso y elige al sucesor de Pedro. Al señalar a Francisco eligió un jesuita argentino que se compromete.
Algo habrá visto en el clericalismo y en la autorreferencialidad que inundaba hace diez años a la Iglesia.
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