Mi nombre es Alejandra González, y en este espacio quiero hablarte sobre la forma en que descubrí mi vocación laical.
A los trece años, en la capilla del colegio y frente al Santísimo, con todas las fuerzas de mi corazón le di un “sí” grandote a Dios: “¡Si quiero hacer en todo tu voluntad! ¡Sí quiero seguirte hasta el final! ¡Si quiero ser religiosa!”.
La idea de serlo se afianzaba en mí año tras año. Apenas cumplí dieciocho, inicié el discernimiento en una congregación. Estaba tan segura de que esa era mi vocación, que las mismas religiosas aceleraron el proceso para que entrara pronto.
Todo iba bien, sólo faltaba redactar la carta de ingreso y realizar las pruebas psicológicas, pero justo ahí fue que todo cambió. Durante las pruebas, platiqué con la psicóloga sobre mis inquietudes, y tras una larga y difícil conversación tuve que aceptar que o no era mi vocación o, por lo menos, no era mi momento. Me había enamorado de la vida de oración y clausura, pero mi juventud demandaba ser vivida de una manera más dinámica que no cabía en un convento.
Así, tras cinco años de creer que sabía mi vocación, descubrí que no. Dios me quería completa, no a medias. La vida consagrada es para algunos esa entrega completa; en mi caso, era dejar la mitad de mi personalidad afuera del convento. Estaba angustiada, triste, confundida: ¿Qué era entonces eso que viví a los trece años? ¿Qué hacer ahora que se desvanecía aquel horizonte?
Abrí al azar un libro de oración, y para mi grata sorpresa encontré la respuesta: “Hija mía, el verdadero claustro es tu corazón. Hay muchas almas que entran a los conventos pero sus mentes divagan y no me pertenecen. El verdadero claustro es tu corazón, donde yo habito y puedo ir contigo a cualquier lado”.
Con esas palabras, todo quedó más claro y gustosa abracé mi vocación laica, donde el claustro es mi corazón.
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