Yo supe que quería pasar el resto de mi vida con Lourdes a los tres meses de novios; sin embargo, no se lo dije sino hasta los 2 años. ¡No la quería espantar! En cuanto a la unión sacramental, nunca estuvo fuera de mis planes. Siempre sentí la vocación al Matrimonio. Sabía que si me unía a alguien sería sacramentalmente.
Aunado a lo anterior, cuando llevábamos como un año de novios, yo asistí a un retiro que cambió mi vida: ahí tuve un genuino encuentro kerigmático: vi al Señor de frente. Comprendí, con mi limitada inteligencia humana, cuánto me quiere, y ya jamás me quise separar de Él. Por supuesto que el juntarnos se volvió impensable. Él tenía que ser el centro de nuestra vida, el capitán de nuestro barco.
Como Matrimonio, hemos tenido muchas bendiciones; la primera, su presencia, pues no hay mayor bendición que saberte amado y acompañado por Jesús, así como poder descubrir en la mirada del otro a un Jesús de carne y hueso. La segunda, ser uno para el otro de camino hacia la santidad, saber que todo lo que hagas te ayuda a llegar al cielo. Es realmente una bendición caminar acompañado por alguien que comparte tu espiritualidad, a quién le puedes decir: “Digamos como María: hágase en nosotros según tu volutad’, y más aún que te responda con un ‘¡Sí!”.
La tercera bendición es nuestra familia, el poder ver cómo van acercándose a Dios nuestros hijos. Dios ha sido muy generoso con nosotros dándonos hijos muy buenos, sanos; me atrevería a decir que hasta santos. Y por supuesto, el que nos haya escogido como sus siervos, nuestros apostolados han sido de nuestras más grandes bendiciones.
Para mi el Matrimonio es el estado ideal: es estar acompañado, es un camino de santidad; el servicio adquiere una nueva dimensión; todo lo que haces de manera ordinaria, el Señor lo transforma en algo extraordinario. Nada hay que me haga dudar de mi vocación, es sencillamente un sacramento extraordinario.
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