El primero de los jesuitas asesinados en la Nueva España fue el padre Gonzalo de Tapia (1561-1594) en la hoy Sinaloa. En 1632, 38 años después, ahí mismo son masacrados los padres Julio Pascual y Manuel Martínez.
Martínez nació en Tabira, Alegarve, Portugal, en 1600. Hijo de Jorge Martínez y María Farela. Tenían lazos familiares con san Antonio de Padua, que era italiano.
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Estudió las primeras letras en Portugal y luego pasó a la Nueva España, al amparo de un tío que vivía en Puebla. Aquí estudió en el colegio de los jesuitas.
En 1620 ingresó en el noviciado de Tepotzotlán. Una vez que lo terminó fue enviado al Colegio de México. Después de doce años en la Compañía de Jesús, el provincial lo envía a las misiones de Sinaloa.
Ya en las misiones, el superior lo destina, para que acompañe al padre Pascual en su trabajo misional. Tomó camino, para encontrarse con él.
En la región de los pueblos de los tehuecos se reunió con algunos jesuitas que trabajaban en la región, para darle la bienvenida.
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El historiador Atanacio G. Saravia, en Los misioneros muertos en el norte de la Nueva España (1943), sostiene que en esa reunión, el padre Martínez planteó que tenía el presentimiento de que “pronto moriría a manos de los indios”.
Después siguió su camino a Chínipas, para encontrarse con el padre Pascual. Luego de pasar juntos cuatro días se dirigieron al pueblo de Vorohio.
Cuando ya estaban ahí supieron que sus vidas corrían peligro. El padre Pascual pide apoyo a los indígenas de Chínipas que se presentan al lugar, pero los rebeldes, en mayor número, los obligan a retirarse.
Al amanecer los indígenas alzados prenden fuego a la casa donde estaban los padres y también a la iglesia. El padre Pascual habla con ellos y logra que detengan el ataque por ese día y la noche.
Pasado ese tiempo, los rebeldes saltan la tapia, rompen las puertas y asaltan la casa. Ya ahí arrojan una “lluvia de flechas”. Una atraviesa el estómago del padre Pascual.
Sarabia dice que el padre, ya herido, dijo: “No muramos como tristes y cobardes; demos la vida por Jesucristo y su santa ley”.
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Al salir de la casa los dos fueron cubiertos de flechas. Mueren de las heridas. Era el 1 de febrero de 1632. Saravia dice que el padre Martínez era “hombre de ánimo esforzado y de carácter ardiente y decidido”.
Los cuerpos de los padres fueron arrastrados y maltratados de manera brutal. Cuando los vorohios salieron del lugar, los chínipas recogieron los cadáveres y les dieron sepultura en la iglesia el pueblo.
Poco después, el padre Marcos Gómez, los trasladó a la iglesia de Comicari, en las riberas del Río Mayo. El 14 de febrero se reunieron los misioneros jesuitas, para celebrar las honras fúnebres.
En 1907, sus cadáveres fueron exhumados. La labor estuvo a cargo del padre jesuita Manuel Piñán. No se encontraron los cráneos.
El historiador jesuita Antonio Pérez de Ribas en su Historia de los Triunfos de Nuestra Fe (1645) (Libro IV) dice: “Las cabezas golpeadas y heridas de los bárbaros sobre una viga, ha pedido el Colegio de México, donde estudiaron y vivieron, para gozar de tan benditas prendas. Colegio que los tuvo por hijos”.
En 1695, el padre Eusebio Francisco Kino, 63 años después del asesinato, desde la Pimería Alta en la hoy Sonora, escribe: “El Padre Manuel Martínez, de nación portugués, de la ciudad de Tavira, en Algarve, pariente de San Antonio de Padua. María Santísima defendió su pureza. Sus penitencias fueron muy continuas y rigurosas. Al llegar a las misiones de Sinaloa, pronosticó lo propio; y a los diez días de llegando a sus misiones de Chínipas, murió en los Vorohios, en compañía de su queridísimo Padre Julio Pascual”.
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