En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al mar.
Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia:
“Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva”.
Se fue con él y lo seguía mucha gente.
Llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:
“Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?”.
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
“No temas; basta que tengas fe”.
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo:
“¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida”.
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
“Talitha qumi” (que significa: “Contigo hablo, niña, levántate”).
La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor.
Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
Palabra de Dios.
¿Por qué en el relato que leemos hoy, el padre de la niña pide a Jesús que vaya a imponerle las manos a su hija para que se cure; y, en cambio, la anciana con sólo tocar a Jesús se curó?
El pensamiento sobre la enfermedad y la salud desde el Antiguo Testamento, está ligado al tema del pecado y la muerte que es consecuencia del pecado. La enfermedad es vista como un proceso que lleva a la muerte y, por ello, algo que revela misteriosamente la presencia del pecado.
Un ejemplo lo tenemos con María la hermana de Moisés que al haberse quejado de su hermano es castigada por Dios con la lepra (cfr. Nm 12,9-10). Las personas enfermas de lepra eran consideradas impuras y eran expulsadas no solamente del templo, sino de la misma comunidad en que habitaban (Lv 13,1-8).
Hay varios signos que eran usados para significar que se invocaba el poder de Dios para que alguien sanara o volviera a la vida. Un ejemplo lo tenemos en el profeta Eliseo que extendió su propio cuerpo sobre el de un niño para devolverle la vida (cfr. 2Re 4,32-37).
Por lo que respecta a signos de curación por la imposición de manos, en el Antiguo Testamento no es del todo claro pues la imposición de manos era un signo propio de las maldiciones o castigos contra alguien (cfr. Ex 7,4); sobre el chivo expiatorio se imponen las manos confesando los pecados del pueblo (Lv 1,4; 3,2).
Una línea diferente de significación es cuando Moisés impone las manos sobre Josué para que este realice las mismas señales y prodigios que él (Nm 27,18). Sin embargo, la misma petición del padre afligido nos indica que en tiempo de Nuestro Señor, la imposición de manos sobre una persona era un signo de invocación del poder divino sobre ella para que sanara. De acuerdo a lo que vemos en el pasaje, la sanación de alguien es operada por Dios en un contexto de fe de las personas. Los signos que concretan esta fe pueden ser distintos, no necesariamente están reducidos a un solo signo.
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