En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos y al amanecer se presentó de nuevo en el templo, donde la multitud se le acercaba; y Él, sentado entre ellos, les enseñaba. Entonces los escribas y fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola frente a él, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú que dices?” Le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder acusarlo. Pero Jesús se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían en su pregunta, se incorporó y les dijo: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo. Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer, que estaba de pie, junto a él. Entonces Jesús se enderezó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?” Ella le contestó: “Nadie, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”.
Hoy nos preguntaremos si la ley de Moisés solamente preveía castigo contra las mujeres en el caso de adulterio y cómo es que Jesús nos marca la pauta para el ejercicio de la verdadera misericordia.
Estamos en una época altamente sensible a la discriminación y el relato del Evangelio de este domingo puede hacernos pensar que el código del Antiguo Testamento llamado Pentateuco o Ley de Moisés fuera una normativa que solamente se aplicaba, en lo tocante al adulterio, a las mujeres y no a los hombres.
Este pasaje puede hacer referencia a dos textos: “Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, serán condenados a muerte el adúltero y la adúltera” (Lv 20,10). Como vemos esta versión del Libro del Levítico implica tanto al hombre como a la mujer en la pena capital. Otro texto es: “Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos: el hombre que se acostó con la mujer y también la mujer. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti” (Dt 22, 22-24).
Como observamos esta norma también prevé la muerte de ambos. Ahora bien, también es claro que el enfoque del mandato implica sobre todo al hombre, puesto que en la formulación del decálogo (los diez mandamientos), la orden de no desear al conyugue ajeno se le da al hombre.
Surge entonces la pregunta de por qué no presentaron también al hombre, pero no fue del interés del autor sagrado decirnos la razón.
La orientación de la narración, más bien, pone el acento en la prueba a la que se pretendía llevar al Señor Jesús. La validez y la fuerza de la respuesta del Señor coincide con lo que expresa en el libro del Deuteronomio, que nos lleva a reconocer que una forma de erradicar el mal de en medio del pueblo es ejecutar a los culpables. Jesús nunca contradice a los acusadores, Moisés efectivamente dictó pena capital contra los adúlteros para erradicar el mal.
¿Apedrear a esta mujer realmente erradicaba el mal de entre el pueblo? Quienes primero se retiran son aquellos que más pecados tenían en su conciencia, por lo tanto, son los más viejos que comprendían que lapidar a una persona no garantizaba la victoria sobre el mal. En cambio, Jesús ofrece una alternativa mucho más efectiva en nuestro relato.
Primer paso: no condenar a muerte. Segundo paso: reconciliar, “vete en paz”. Tercer paso: llamar a la vida en amistad con Dios “…y no vuelvas a pecar”. Es muy importante aprender esta pauta en el ejercicio de la misericordia.
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