En aquel tiempo, se presentó ante Jesús un doctor de la ley para ponerlo a prueba y le preguntó: “Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” Jesús le dijo: “¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?”
El doctor de la ley contestó: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús le dijo: “Has contestado bien; si haces eso, vivirás”. El doctor de la ley, para justificarse, le preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” Jesús le dijo: “Un hombre que bajaba por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos ladrones, los cuales lo robaron, lo hirieron y lo dejaron medio muerto. Sucedió que por el mismo camino bajaba un sacerdote, el cual lo vio y pasó de largo. De igual modo, un levita que pasó por ahí, lo vio y siguió adelante. Pero un samaritano que iba de viaje, al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó; luego lo puso sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al dueño del mesón y le dijo: ‘Cuida de él y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso’. ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones?’’ El doctor de la ley le respondió: “El que tuvo compasión de él”. Entonces Jesús le dijo: “Anda y haz tú lo mismo”.
En el presente comentario veremos cómo la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el mandamiento más importante, siempre tiene que ver con amar a Dios y al prójimo y cómo esto queda ejemplificado en la parábola del buen samaritano que leemos este domingo.
Nuestro relato del Evangelio presenta a un maestro de la Ley preguntando a Jesús cómo ganar la vida eterna. Los maestros de la Ley eran personas conocedoras de los cinco primeros libros de la Biblia, que para ellos era uno sólo, llamado “Ley de Moisés”. De ella emanaba la mayor parte de preceptos con los que los judíos han vivido su religión.
Si alguien cumplía adecuadamente la Ley de Moisés, entonces se consideraba hombre justo y heredero de la vida eterna. La recurrencia de este tema, a lo largo de su ministerio, nos permite constatar que la labor que realizó Jesús fue explícitamente religiosa.
Por otra parte, las respuestas de Jesús siempre ponen en primer término el decálogo. Al joven rico, en el Evangelio de san Mateo (Mt 19,16-22) le respondió: “ya conoces los mandamientos, no matarás, no cometerás adulterio,” etc… Pero el llamado de Jesús siempre dejó entrever la presencia del amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo.
Por ejemplo, al joven rico le invita a vender todo lo suyo, repartirlo entre los pobres y así tener un tesoro en el cielo y por último venir en su seguimiento. Al analizar profundamente esta invitación reconocemos el amor incondicional a Dios, a los pobres y a Jesús, el Hijo de Dios. Y a los maestros que le preguntaban siempre les hizo referencia explícita al primer y segundo mandamiento. Por tanto, es muy seguro que Jesús anclara a religiosidad en estos dos fundamentos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo.
La más bella novedad del texto que leemos hoy es cómo nos enseña quién es el prójimo. La proximidad física tiene que ver con el prójimo, pero más importante que ello es cómo nosotros permitimos que el sufrimiento ajeno nos involucre. El maestro de la Ley concluye que el prójimo del hombre asaltado y mal herido fue el samaritano, pues se compadeció de él. Jesús lo invita a hacer lo mismo.
Esto no quiere decir que si yo decido no compadecerme de nadie, entonces nadie será mi prójimo, más bien es importante reconocer que debo ablandar el corazón de tal forma que nadie pase junto a mí sin que yo me compadezca.
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