Un día salió Jesús de la casa donde se hospedaba y se sentó a la orilla del mar. Se reunió en torno suyo tanta gente, que él se vio obligado a subir a una barca, donde se sentó mientras la gente permanecía en la orilla. Entonces Jesús les habló de muchas cosas en parábolas y les dijo:
“Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron a lo largo del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno pedregoso, que tenía poca tierra; ahí germinaron pronto, porque la tierra no era gruesa; pero cuando subió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron, sofocaron las plantitas. Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos, ciento por uno; otros, sesenta; y otros, treinta. El que tenga oídos, que oiga”. (Mt 13, 1-23.)
El día de hoy leemos una de las parábolas más importantes de todo el Nuevo Testamento. Es muy conocida y su interpretación se encuentra en el texto mismo. Sin embargo, puede surgir la pregunta de si solamente la tierra buena puede hacer fructificar la Palabra de Dios, representada por la semilla que pone el agricultor, ¿querrá decir que Jesús vino solamente a salvar a la gente buena, ya que los inconstantes, los que tienen muchas preocupaciones y los que no entienden la Palabra no tienen posibilidad de llevarla hasta fructificar?
En primer lugar, es importante comprender que cuando usamos el lenguaje de las comparaciones -y toda parábola es una comparación-, podemos fallar en la interpretación. Tomemos en cuenta que Dios mismo ha dicho que su Palabra enviada a este mundo es poderosa, lo suficiente para no volver a Él vacía (cfr. Is 55,11).
La Palabra de Dios proclamada no es solamente un buen deseo o un buen recuerdo, es la proclamación viva de la voluntad de Dios y, por lo tanto, es poderosa para otorgar la salvación. Pero hay un ingrediente en el ser humano que condiciona la eficiencia de la Palabra para cada persona, en cada circunstancia.
El elemento es el libre albedrío. Precisamente por eso el ser humano puede rechazar la iniciativa de Dios para su salvación. Por eso Dios envió a Juan Bautista para preparar el camino de la llegada de su Hijo Jesucristo, que san Juan nos dice en su prólogo (Jn 1,11) es la Palabra hecha carne.
Si aplicamos los distintos tipos de tierra a las diversas disposiciones del ser humano para recibir la palabra de Dios, podremos comprenderla correctamente: Algunos no están dispuestos a recibir en absoluto el mensaje, no lo comprenden ni valoran, viene el enemigo y la quita. Otros se dedican a escuchar, pero en ningún momento se disponen a ponerla en práctica, al poco tiempo aquello se marchita; otros la hacen convivir con un montón de ruido y dispersión intelectual y emocional, la palabra queda ahogada.
Ahora bien, el buen terreno no quiere decir que la persona sea plenamente buena en el sentido moral, nos indica que hay la disposición básica para dejar que la palabra llegue, germine y pueda hasta fructificar. Pero ciertamente, según lo testimonia el libro de los Hechos de los Apóstoles (11,24) a propósito de Bernabé, las personas moralmente buenas están mejor capacitados para ver la obra de Dios y actuar en consecuencia.
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