Lectura del Santo Evangelio

Los panes y los pescados

Un día en que Jesús, acompañado de sus discípulos, había ido a un lugar solitario para orar, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos contestaron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que alguno de los antiguos profetas que ha resucitado”. Él les dijo: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”.

Respondió Pedro: “El Mesías de Dios”. Él les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie. Después les dijo: “Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día”.

Luego, dirigiéndose a la multitud, les dijo: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga. Pues el que quiera conservar para sí mismo su vida, la perderá; pero el que la pierda por mi causa, ése la encontrará”. (Lc 9,18-24).

Comentario

¿Una relación siempre amable?

Muchas veces pensamos con cierto grado de error que, si Nuestro Señor Jesucristo era Hijo de Dios, entonces era santo, por lo tanto, un hombre bueno que nunca ofendía a nadie, ni causaba malestar a ninguna de las personas que le rodeaban.

El discurso de hoy es el mejor ejemplo de que no siempre fue así en la relación entre Jesús y los suyos. La pregunta de Jesús sobre lo que pensaban de él era muy natural después de haber tratado a sus discípulos por un buen tiempo.

Sin embargo, al recibir la respuesta de que ellos pensaban que era el ungido de Dios, Jesús responde de manera desconcertante. En primer lugar, les avisa de su futura Pasión, Muerte y Resurrección. En segundo lugar, se mete en un discurso mucho más difícil de entender, a saber, que “todo aquel que le siguiera debía cargar con su cruz cotidiana y negarse a sí mismo”.

Jesús a partir de aquel día se arriesgó a ser incomprendido, se arriesgó a ser abandonado, criticado, mal aconsejado, etc… y obviamente, también fue dando enseñanzas que contradecían los criterios de actuación ordinaria de sus seguidores. Por ejemplo, Jesús declaró como el más importante a aquellos que se hicieran como niños. Los primeros en el Reino de los Cielos, serían las prostitutas y los publicanos, gracias a que ellos sí tomaban en serio la conversión de sus pecados.

La relación con el Señor desde aquel día, dejó de ser miel sobre hojuelas para convertirse en una serie de confrontaciones e incomprensiones que ayudaron a los discípulos a crecer en la perspectiva crítica con la que Jesús miraba y afrontaba al mundo que le rodeaba. Pero sobre todo los hizo dóciles a los criterios de Dios que aventajan a los criterios humanos por mucha distancia.

Así pues, este domingo podemos preguntarnos si pretendo que mi relación con Dios siempre sea amable y suavecita. Si así lo procuro entonces tal vez no esté siguiendo al auténtico Señor.

 

Mons. Salvador Martínez

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