Cuando Judas salió del cenáculo, Jesús dijo: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, también Dios lo glorificará en sí mismo y pronto lo glorificará.
Hijitos, todavía estaré un poco con ustedes. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado; y por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos”.
(Jn. 13, 31-33a. 34-35).
El capítulo 13 del evangelio según san Juan, comienza diciendo: Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (v. 1). Inmediatamente después se levanta de la mesa, se ciñe una toalla y se pone a lavar los pies a sus discípulos y a secarlos con la toalla que se había ceñido (vv. 3 y 4). Después de esta acción, les pregunta: ¿comprenden lo que he hecho con ustedes? (v. 12), afirmando que ha llegado la hora de ser glorificado; sin embargo, no los abandona, les da un mandato nuevo: que se amen los unos a los otros como Él les ha amado.
Dos ideas quiero compartir con ustedes: la primera es que una manera en que se construye la identidad de una persona es a través de ritos, de costumbres, de acciones que lo hacen pertenecer a cierto grupo humano. Así, quienes son parte de algún sector de la población, se reconocen por ir a un “club”, a un gimnasio, a un lugar concreto que les da una referencia ligada a ciertas actividades o estatus social; sin embargo, el distintivo que deja Jesús para su grupo es el amor mutuo, ¡ninguno más!
La segunda idea es sobre el adjetivo: nuevo. Un mandamiento nuevo, ¿por qué si desde el Antiguo Testamento existía ya la prescripción de ayudar al forastero, a la viuda, al prójimo?
Decía san Agustín (Tratado 65) acerca de este texto, que es nuevo porque es un mandamiento que renueva a la persona que lo practica, aquella que está dispuesta a revestirse del hombre nuevo y mudar el hombre viejo.
Se abre a la novedad y a la creatividad que el amor nos sugiere a cada uno de los que dejamos entrar en el corazón al otro, al hermano que requiere de mí, al otro a quien debemos lavarle los pies como lo hizo Jesús.
Precisamente el día que estoy escribiendo este artículo, iba en el tráfico cuando me percaté que, en el cruce peatonal, un señor de avanzada edad, y al parecer débil visual, sonaba un silbato.
Al inicio realmente no sabía qué sería ese sonido, hasta que me percaté que era el señor anciano quien hacía sonar el silbato con el objetivo de pedir ayuda para cruzar la avenida.
Me estacioné repentinamente para ayudarle, ante mi alegría al ver que ya otra persona lo había procurado; sin embargo, me conmovió pensar que nadie acompañaba al Señor y que, a cada cruce de calle, tenía que hacer lo mismo, esperando que alguien se ocupara de él, que alguien le viera con amor, con misericordia.
Para terminar, quiero decir que en eso nos tendríamos que distinguir los cristianos, en la manera en que estamos pendientes de las necesidades de los demás, en la manera en que frenamos nuestra frenética carrera por llegar a ningún lado y ocuparnos de los que nos necesitan. Aquella persona que ayudó al señor a cruzar la calle, no sé si es católico o si va a Misa los domingos como nosotros lo hacemos, lo que sí puedo asegurar, es que él sigue el mandato de Jesús: ámense los unos a los otros, como yo los he amado.
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