Lectura del Santo Evangelio

En aquel tiempo, Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir, y les dijo: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos.

Pónganse en camino; yo los envío como corderos en medio de lobos. No lleven ni dinero, ni morral, ni sandalias y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa digan: ‘Que la paz reine en esta casa’. Y si allí hay gente amante de la paz, el deseo de paz de ustedes se cumplirá; si no, no se cumplirá.

Quédense en esa casa. Coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. 

No anden de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman lo que les den. Curen a los enfermos que haya y díganles: ‘Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios’. Pero si entran en una ciudad y no los reciben, salgan por las calles y digan: ‘Hasta el polvo de esta ciudad, que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes.

La alegría de la misión

La mirada de Jesús alcanza siempre horizontes más vastos. No ha descuidado la formación personal de sus discípulos más cercanos, y los ha enviado ya a prolongar su propia misión. Ahora el grupo enviado es más grande. La obra se extiende, mostrándonos la conciencia del Señor de que la cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Y él no permanece en la inacción. Tampoco se deja amedrentar por los peligros que pueden surgir, ni se detiene por lo colosal de la obra. 

El Espíritu lo impulsa no sólo a cumplir su propia labor, sino a la vez a involucrar a quienes lo siguen en la dilatación de la misericordia. El  Señor nos enseña, así, a ver siempre más lejos, y a no instalarnos en la complacencia de los deberes cumplidos. Siempre hay un rincón al que aún no se ha llegado, enfermos que no han sido curados, necesitados que no han sido asistidos, oídos que no han escuchado la buena noticia. Y no se trata de movernos indiscriminadamente: las mismas instrucciones que Jesús les da señalan un orden y unos criterios que han de acatarse.

Al volver, los discípulos estaban llenos de alegría. Nadie está en mejores condiciones de entender la buena nueva en su bondad y belleza que quien la comparte desde el propio esfuerzo y con la propia fatiga. Muy por encima del cansancio y de las eventuales dificultades que se hayan enfrentado, el misionero sabe que los demonios se someten en el nombre de Jesús. Constatarlo otorga un gozo difícil de describir. El egoísmo no rige, la violencia no gobierna, la avaricia no satisface. Poner en común la sorpresa del Evangelio y consagrarlo en acción de gracias a través del diálogo con Jesús nos nutre y fortalece. Las anécdotas cobran sabor de eternidad y el testimonio se recoge también como Eucaristía. Pero la alegría de la misión no se queda en la tierra. 

El bien de salvación que ocurre aquí en el nombre de Jesús marca también con la gloria del cielo los nombres de quienes hablan y actúan dóciles al Señor. 

Las pequeñas tareas evangelizadoras encienden las estrellas de la alabanza divina. No hay desperdicio en la misión. Por ello, si el horizonte más amplio empieza descubriéndose en la salida de las propias comodidades, el horizonte último desborda también la experiencia histórica. 

La alegría de la tierra no es más que una breve sonrisa que dibuja la felicidad eterna. Lo que ya se disfruta aquí en el Espíritu no es sino la prenda de algo siempre mayor que nos espera.

P. Julian López Amozurrutia

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