En aquel tiempo, vio Juan el Bautista a Jesús, que venía hacia él, y exclamó: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo he dicho: ‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo’. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua, para que él sea dado a conocer a Israel”.
Entonces Juan dio este testimonio: “Vi al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y posarse sobre Él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, ése es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo’. Pues bien, yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.
El Evangelio que escuchamos este domingo, hace una clara referencia al concepto del Siervo de Yahvé, del cual nos hablara el profeta Isaías en el Antiguo Testamento: “todos estábamos perdidos como rebaño, cada uno seguía su propio camino, el Señor hizo recaer sobre de él, la iniquidad de todos nosotros. Maltratado, se dejó humillar y no abrió la boca, era como cordero llevado al matadero, como oveja muda delante de quien la trasquila y no abrió la boca” (Isaías 53,6-7).
San Juan, al referirse a Jesús como: “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, (v. 29) lo presenta como el Mesías, el elegido. Así, apenas al inicio de este Evangelio, nos da una referencia clara del Salvador: su tarea será asumir el pecado del mundo sobre sí y su característica será no abrir la boca para defenderse.
Al contemplar este texto, me parece que existe una diferencia abismal entre quienes se autoproclaman los salvadores del mundo, los jefes de las naciones que gastan millones en campañas para hacer creer a la población que la manera en que trabajan es la correcta. ¿No debería ocurrir que su trabajo y sus acciones los defendieran por sí solos? ¿Por qué contratar personas para que los respalden en las decisiones que toman? Si son correctas, nadie necesitaría una defensa externa.
Cuando recién salí del seminario, con la ordenación diaconal, tuve que moverme a varios lugares y al no tener auto propio uno de mis familiares me prestaba uno muy bonito, color cereza. En una ocasión, el obispo me preguntó: “¿Y ese auto es tuyo?”, le expliqué que me lo prestaban, que no era mío, que no tendría dinero para comprarme un auto así, es decir, le tuve que dar muchas explicaciones.
Decidí ya no ocupar el auto y usar transporte público hasta que pude adquirir uno más modesto por mi propia cuenta. Esto no quiere decir que no debemos usar autos modernos o bonitos, sino que la vida de un servidor, de un sacerdote o ministro de culto no debería requerir de tantas explicaciones y mucho menos causar escándalo a los demás.
Creo que si nuestra vida es lo suficientemente honesta y transparente, cada acción que realicemos se sustentará y no necesitaremos pagarle a nadie para que diga que lo que hacemos está bien.
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