En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: “¿Qué les parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: ‘Hijo, ve hoy a trabajar en la viña’. Él le contestó: ‘No quiero’. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: ‘Voy, señor’. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?”. Contestaron: ‘El primero’. Jesús les dijo: ‘Les aseguro que los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a ustedes enseñándoles el camino de la justicia, y no le creyeron; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, ustedes no recapacitaron ni le creyeron'” Palabra del Señor.
De hijos respondones, que son desobedientes e hipócritas, es de lo que trata el Evangelio de hoy. Es cierto que delante de Dios, solamente Jesucristo ha sido el Hijo Bueno y obediente por excelencia y nosotros, sin excepción, podemos caer con frecuencia en una u otra de las categorías negativas.
La parábola de los dos hijos enviados a la viña hace patente que, para Nuestro Señor Jesucristo, las palabras son importantes, pero no son determinantes para la salvación. A propósito del cumplimiento de la voluntad del Padre, viene a cuento recordar lo que Jesús dijera en otra ocasión: “no basta con decir Señor, Señor…” “muchos dirán: ‘predicamos en tu nombre en las plazas, sanamos enfermos y liberamos endemoniados’. Pero yo responderé: ‘no los conozco a ustedes, malhechores’”.
La buena calificación social en las cuestiones religiosas no es motivo de admiración para Dios. La verdadera religiosidad se vive desde lo íntimo del corazón, se manifiesta con acciones y actitudes cotidianas de bondad y de frutos del espíritu. Por recordar algunos de ellos están la “alegría, paciencia, dominio de sí, amabilidad, buen humor”.
San Pablo y toda la primera comunidad cristiana lo sabían de sobra, los justos no son los observantes de las reglas, sino aquellos que obedecen al Padre, y en su vida, todos los días, reflejan el buen olor del Espíritu.
Para concluir este comentario, valdría la pena recapacitar si tanto en el plano social como eclesial, debemos reducirle peso emocional a lo que dicen unos y otros, evitando así juzgar por las palabras más que por las buenas o malas acciones de los individuos y de los grupos.
*Mons. Salvador Martínez Ávila es rector de la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe.
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