En aquel tiempo, al ver Jesús a las multitudes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “La cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos”. Después, llamando a sus doce discípulos, les dio poder para expulsar a los espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias. Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero de todos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y su hermano Juan, hijos de Zebedeo; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón, el cananeo, y Judas Iscariote, que fue el traidor. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: “No vayan a tierra de paganos ni entren en ciudades de samaritanos. Vayan más bien en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vayan y proclamen por el camino que ya se acerca el Reino de los cielos. Curen a los leprosos y demás enfermos; resuciten a los muertos y echen fuera a los demonios. Gratuitamente han recibido este poder; ejerzan, pues, gratuitamente”.
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El texto evangélico que nos presenta este undécimo domingo del tiempo ordinario, está enfocado en la vocación de los doce apóstoles; un relato que posee una exquisita introducción como trasfondo de este llamado que hace el Señor, en el que se pueden distinguir tres actos. El primero de ellos está situado en el verbo ‘ver’; dice el relato: al ver Jesús a las multitudes. Con esta expresión, el evangelista nos sugiere comprender que la mirada del Señor no es indiferente, al contrario, es atenta, capaz de detenerse para interiorizar lo que percibe, en este caso, el desamparo que vive aquella multitud.
Justamente, porque la mirada de Jesús interioriza, viene el acto segundo, que corresponde a su compasión. El verbo griego (σπλαγχνίζομαι – splagnizomai) alude al vocablo hebreo rahamin, que significa literalmente “vísceras” –en plural– o “seno materno” –en singular–. Esto quiere decir que, la compasión de Dios procede desde lo más íntimo, profundo y amoroso. Notemos que “la gramática de la vocación” de los apóstoles se gesta en el “ver y compadecerse de Jesús”.
El tercer acto consiste en el servicio que ejercerán los apóstoles: “les dio poder para expulsar a los espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias”.
Al retomar nuestro camino del Tiempo Ordinario, supliquemos al Dios de la Vida, nos conceda la gracia de que nuestra mirada no sea superficial, indiferente o evasiva. Sin este primer acto, todo plan pastoral o todo proyecto familiar y comunitario tenderá al fracaso, porque tal vez, sólo se está considerando el propio interés, sin interiorizar las necesidades reales de quienes nos rodean.
Por otra parte, la compasión tiene su connotación antropológica en la familia, pues surge en principio, de la madre o del padre hacia sus hijos. Por eso, es que los padres de familia son capaces de renunciar o sacrificar algo por el bien de quienes ama. Por ejemplo, si una madre ve que su hijo está enfermo, ella es capaz de renunciar a su propio descanso para estar al pendiente de quien necesita de su presencia y atención. Notemos, cómo desde la compasión se hace implícito el servicio.
Quisiera concluir esta reflexión con las siguientes palabras de Benedicto XVI: “La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la Buena Nueva de Dios”.
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