En aquel tiempo, Jesús exclamó: “Yo te alabo, Padre, ¡Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido éstas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien. El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo los aliviaré. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.
Cinco veces repite Jesús la expresión “Padre”. Pocos textos reflejan con tanta intensidad los sentimientos más íntimos del Hijo. La suya es, por una parte, una respuesta desde su fibra humana a la bondad divina. Por otra parte, confesión de alabanza y oración. Pero, además, es también enseñanza, revelación.
Leer: Proclamación de la Buena Nueva de la salvación
Este fragmento precioso, transmitido a la comunidad de discípulos a través del Evangelio según san Mateo y el Evangelio según san Lucas, y que en tanto se parece al vocabulario de san Juan, es una caricia para el corazón que desea reposar en el pecho del Señor. Jesús asoma para nosotros su intimidad con el Padre para comunicarnos su amor y concedernos participar en él.
¿Queremos entender algo sobre el misterio del Padre? No hay otro camino que su Hijo. ¿Queremos participar de la vida del Hijo? No nos entregará sino la del Padre. Y en esta comunión, podemos estar seguros, encontraremos el máximo reposo a nuestros cansancios y la suprema consecución de nuestros deseos.
Vayamos a Él, al Hijo. Su yugo es suave. Habla de yugo, porque la existencia tiene momentos duros. No lo ignora ni lo evade. Pero entrando en lo secreto de su amor, aún la mayor carga encuentra un suave alivio. Acudamos a Él, y alimentémonos de su gentileza y humildad de corazón. No son falsas posturas de modestia, sino la serenidad amorosa del que ha recibido todo del Padre. Su mansedumbre es propia del que posee la tierra.
No hay en él más violencia que la brisa del Espíritu, que purifica y fecunda. Todo resentimiento se resuelve en el perdón. Toda injuria en bendición. Toda tribulación en esperanza.
El corazón de Jesús, que nos abriga con la misericordia del Padre, es descanso para los agobiados. Latiendo en él aprendemos a confesar nuestra fe, como alabanza agradecida, y adquirimos la fuerza para perseverar en el bien cuando las circunstancias son difíciles.
Su corazón de Hijo nos asimila a sus sentimientos gracias a la acción del Espíritu Santo. Y su generosidad se expande siempre, cuando hemos sido incorporados a su amor, de modo que a nuestros hermanos pueda alcanzarlos ese mismo alivio. En el corazón de tu Hijo, yo también te alabo, Padre. Conociéndote por Él, te adoro y te bendigo. Haz de mí un instrumento sencillo y genuino de tu amor.
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