Primera lectura de los Hechos de los apóstoles (Hch 4, 32-35)
La multitud de los que habían creído tenía un solo corazón y una sola alma; todo lo poseían en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía.
Con grandes muestras de poder, los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús y todos gozaban de gran estimación entre el pueblo. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían terrenos o casas, los vendían, llevaban el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles, y luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.
Segunda lectura de la primera carta del Apóstol San Juan (1 Jn 5, 1-6)
Queridos hermanos: Todo el que cree que Jesús es el Mesías, ha nacido de Dios; todo el que ama a un padre, ama también a los hijos de éste. Conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos, pues el amor de Dios consiste en que cumplamos sus preceptos. Y sus mandamientos no son pesados, porque todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y nuestra fe es la que nos ha dado la victoria sobre el mundo. Porque, ¿quién es el que vence al mundo? Sólo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios.
Jesucristo es el que vino por medio del agua y de la sangre; él vino, no sólo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.
Lectura del santo Evangelio según San Juan (Jn 20, 19-31)
Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría.
De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.
Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.
Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Tomás le respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.
Otros muchos signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritos en este libro. Se escribieron éstas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.
Comentario al Evangelio: La paz esté con ustedes
El fruto de la resurrección del Señor se contiene, conmovedor, en el saludo pascual. “La paz esté con ustedes”. La paz que anhela el ser humano. La paz verdadera. La paz profunda. La paz que todo lo abarca y todo lo redime. La paz del Espíritu Santo, derramada sobre la comunidad reunida en el nombre del Señor. La paz del Día del Resucitado. La paz que no escatima ver de frente los signos de la pasión, las manos y el costado de su entrega, sellando la carne con la muestra inequívoca del amor más grande. Pero que no los ve con tristeza, sino con gratitud adorante. “¡Señor mío y Dios mío!”
La fe nos concede permanecer en esa paz. Tampoco nos ahorra cruzar las condiciones difíciles de la existencia. Pero atravesándolas con esperanza, son también vehículo del amor divino, expresión de su triunfo, cauce de su redención. Adoramos las benditas heridas glorificadas y en ellas encontramos el secreto de la existencia, señalándonos tanto el amor que Dios ha tenido por nosotros como el amor que nosotros estamos llamados a vivir, a la altura de su propio amor.
La condición de Tomás es también aprendizaje importante. Porque necesitamos de la comunidad. Si nos alejamos de ella, si no participamos de su vida y de sus ritmos, perdemos la oportunidad de vivir el encuentro. Sólo volviendo a su seno recuperamos el espacio genuino de la experiencia de la presencia del Señor. Al mismo tiempo, su misericordia nos concede, como al apóstol, un acercamiento íntimo, plástico, a las llagas del amor. A partir de ella se vence toda duda y se abre la opción de un nuevo modo de entender la existencia, no dependiendo de la evidencia inmediata de los sentidos, sino de la fe, que son bienaventurados quienes la poseen.
La paz del Señor es, para nosotros, don y tarea. La recibimos para transmitirla. Así como Él la creó con su entrega, así nosotros tenemos como comunidad el deber de ejecutarla en el perdón, en las nuevas relaciones, en la novedad de vida que se nos concede. Un horizonte inmenso de posibilidades se abre ante nuestros ojos, desde la clave venturosa del encuentro con el Señor. Comuniquemos con gozo la experiencia de la misericordia. Transmitamos dichosos el buen anuncio que se nos ha confiado. Dejémonos guiar por el Espíritu que todo lo renueva desde el aliento del Señor. Él es nuestra paz.
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