En aquel tiempo, Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Pasó cuarenta días y cuarenta noches sin comer y, al final, tuvo hambre. Entonces se le acercó el tentador y le dijo: “Si tú eres el Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”. Jesús le respondió: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino también de toda palabra que sale de la boca de Dios”.
Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en la parte más alta del templo y le dijo: “Si eres el Hijo de Dios, échate para abajo, porque está escrito: Mandará a sus ángeles que te cuiden y ellos te tomarán en sus manos, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”. Jesús le contestó: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”.
Luego lo llevó el diablo a un monte muy alto y desde ahí le hizo ver la grandeza de todos los reinos del mundo y le dijo: “Te daré todo esto, si te postras y me adoras”. Pero Jesús le replicó: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él sólo servirás”.
Entonces lo dejó el diablo y se acercaron los ángeles para servirle.
La mirada litúrgica nos coloca siempre ante Jesús. Él nos muestra los secretos de Dios y los secretos del hombre. Más aún, nos advierte sobre las trampas que pueden hurtarnos de nuestra verdad. El peligro está ahí, perturbando la serenidad, engañándonos sobre la felicidad, seduciéndonos con sueños torcidos. Lo que ocurre al Señor es referencia para todo el combate espiritual que sus discípulos enfrentamos cotidianamente, y para el que en el tiempo propicio de la Cuaresma nos entrenamos con particular conciencia.
Leer: Las tentaciones, una reflexión para la Cuaresma
Para desenmascarar la tentación, es fundamental poner en evidencia su mentira. Saciar el hambre es, evidentemente, algo bueno. Ayunar como ejercicio de moderación, libertad y generosidad nos puede llevar a experimentar nuestra fragilidad y a abrirnos a la gratitud tantas veces descuidada. Pero alterar el orden de la creación, estacionarnos en las necesidades básicas olvidando al ser humano integral o manipular lo que consideramos nuestras prerrogativas inevitablemente conduce a una aniquilación del espíritu.
La palabra de Dios es el alimento que nos hace trascender hacia el sentido pleno de nuestra caducidad.
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