Lectura del Santo Evangelio

En aquel tiempo, Jesús propuso a sus discípulos este ejemplo: “¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un hoyo? El discípulo no es superior a su maestro; pero cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.

¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo te atreves a decirle a tu hermano: ‘¿Déjame quitarte la paja que llevas en el ojo’, si no adviertes la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Saca primero la viga que llevas en tu ojo y entonces podrás ver, para sacar la paja del ojo de tu hermano.

No hay árbol bueno que produzca frutos malos, ni árbol malo que produzca frutos buenos.

Cada árbol se conoce por sus frutos… (Lc. 6,39-45).

La plenitud del corazón

En el camino de la vida, la enseñanza de Jesús es una intensa escuela del más refinado humanismo.

Todas las facetas de nuestra condición humana son integradas en un horizonte de plenitud. El pasaje de hoy se dirige, en primer lugar, a los discípulos llamados a cumplir alguna función de responsabilidad en la comunidad, pero desde ellos se extiende a todos.

Jesús, como maestro, nos hace ver que aprendemos de él para llegar a ser como él. La calidad humana que descubrimos en él será nuestro continuo punto de referencia. El maestro sabe caminar, conoce el camino y permanece atento a sus eventualidades. Así, puede ser guía. “Ver” es algo más extenso que tener los ojos abiertos y percibir los estímulos del entorno. Es la sabiduría del caminante.

El “ciego” no es necesariamente quien se encuentra privado del sentido de la vista. Es el que, aún pudiendo ver, no convierte la información que recibe en armonía y sensatez. Por eso el “ver” del auténtico guía, antes de dirigirse a los demás para criticarlos, vuelca su atención hacia el propio ser. Y no lo hace en la autocomplacencia ni en la autocompasión.

Lo hace con la voluntad de limpiar la mirada y volverla transparente. Sólo los limpios de corazón ven a Dios y pueden, por lo tanto, dirigirse hacia él.

Pero el corazón, aunque abarque toda la interioridad del ser humano, no lo encierra en el egoísmo. Es, sin duda, la raíz desde la que brota su acción y por la que se producirán los frutos de su acción. Los frutos de cada persona reflejan su profundidad. Lo que pronunciamos a través de nuestras palabras, lo que revelamos por medio de nuestros gestos, lo que ejecutamos en nuestras obras Aplasma el tesoro que llevamos dentro.

Cultivar el espíritu es delinear una personalidad que edifica el bien. Un peligro real para el corazón es la hipocresía. La fijación en los errores de los demás nos enajena y nos vuelve injustos. La delicadeza en el trato con los demás comienza con la honestidad y probidad personal. Aunque parezcan gestos de simple educación, en realidad constituyen el espacio natural para vivir la caridad. La fe nos impulsa a alcanzar la plenitud del corazón ya expresar en la caridad nuestra estatura como discípulos del Señor.

P. Julian López Amozurrutia

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