Había, en efecto, sobre la cruz, un letrero en griego, latín y hebreo, que decía: “Éste es el rey de los judíos”.
Uno de los malhechores crucificados insultaba a Jesús, diciéndole: “Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le reclamaba indignado: “¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho”. Y le decía a Jesús: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”. Jesús le respondió: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Era casi el mediodía, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente, dijo: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!” Y dicho esto, expiró. (*Por cuestión de espacio sólo se presenta un fragmento de la lectura del Santo Evangelio, Lc 23, 1-49.)
Si bien la lectura del Evangelio que se lee este domingo es la de san Lucas 23, 1-49, este día recordamos el Domingo de Ramos, celebración de apertura para esta Semana Mayor y pasaje evangélico (Lc 19, 28-40) que conmemora la entrada triunfante de Jesús en Jerusalén, en la que nos enfocaremos en este comentario.
El mismo evangelista Lucas –quien nos acompaña en este ciclo litúrgico– nos ayuda a comprender en esa lectura el sentido propio de la “entrada triunfante”; para ello, nos ubica presentando que Jesús se dirige a la Ciudad Santa como peregrino para celebrar la Pascua, pero con el “rostro firme” (cfr. Lc 9,51) de que Él será el Cordero sin mancha que se ofrecerá en esta Pascua.
Por esta razón, se presentan tres características importantes: el burro, la gente que tapizaba el camino con sus mantos y la aclamación: “Bendito el rey que viene en el nombre del Señor”.
En primer lugar, el burro era considerado como la montura propia de un príncipe que, al entrar en una ciudad expresaba su sentido de paz (cfr. Zac 9,9).
En segundo lugar, el gesto de la gente que comienza a tapizar el camino con sus mantos tiene una connotación de realeza (cfr. 2Re 9,13), queriendo significar en este pasaje la entronización del rey. Y, por último, la aclamación “Bendito el rey que viene en el nombre del Señor” –ya mencionada por Jesús–(Lc 13,35), proviene del Salmo 118, y era utilizada por los sacerdotes como una “oración litúrgica” para recibir a los peregrinos; pero, ahora, tiene un realce especial, dado que, a través de estas palabras, se reconoce a Jesús como el Mesías esperado, el “príncipe de la paz”.
El Evangelio, por tanto, nos presenta que Jesús entra triunfante en Jerusalén, pero no, como un guerrero conquistador, ni mucho menos como un mesías político; sino como el Mesías humilde y manso que establecerá una Nueva Alianza, reconciliando al cielo con la tierra y al hombre con su Dios.
Jesús entra en la Ciudad Santa, con el “rostro firme” de su destino en la cruz. Allí revelará que no es la muerte, ni la violencia, mucho menos el odio, las últimas palabras sobre el destino del hombre, sino Él, que es la Palabra del Padre, quien al entregar su vida en la Cruz y al resucitar, enseña el sentido más sublime del amor: “el amor vence, paradójicamente, dejándose vencer” (Hans Urs von Balthasar, teólogo suizo).
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