En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó del Jordán y conducido por el mismo Espíritu, se internó en el desierto, donde permaneció durante cuarenta días y fue tentado por el demonio.
No comió nada en aquellos días, y cuando se completaron, sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: “Si eres el Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús le contestó: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre”.
Después lo llevó el diablo a un monte elevado y en un instante le hizo ver todos los reinos de la tierra y le dijo: “A mí me ha sido entregado todo el poder y la gloria de estos reinos, y yo los doy a quien quiero. Todo esto será tuyo, si te arrodillas y me adoras”. Jesús le respondió: “Está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él sólo servirás”.
Entonces lo llevó a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del templo y le dijo: “Si eres el Hijo de Dios, arrójate desde aquí, porque está escrito: Los ángeles del Señor tienen órdenes de cuidarte y de sostenerte en sus manos, para que tus pies no tropiecen con las piedras”. Pero Jesús le respondió: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”.
Concluidas las tentaciones, el diablo se retiró de él, hasta que llegara la hora.
El diablo separa. Distorsiona. Fractura. Manipula con la palabra, en vez de que con ella se transmita la verdad, generando comunión. Sacude las perspectivas, para descentrar el corazón. Pretende atraer la libertad, independizándola de toda regla y volviéndola caprichosa y veleidosa. Su frivolidad parece piedad, complicidad de intereses, pero se desenmascara como trampa criminal. Por eso se le ha llamado padre de la mentira. Y se opone a Jesús como verdad de Dios, y al Espíritu Santo como quien nos guía a la verdad plena.
Ante Jesús, juega con su misma identidad. Intriga, para ver si la sospecha desencadena la justificación. «La estrategia ha funcionado con muchos cándidos. ¿Por qué no con la suprema inocencia? Llamémoslo Hijo de Dios y, mientras lo demuestra, saquémoslo de la órbita de su Padre. Diseñemos una estrategia de grandioso bien, y con ese pretexto destruyamos su Reino».
El ciclo de cuarenta días, como el tiempo litúrgico, cierra un proceso integral de instrucción y entrenamiento. Prepara la hora, que llegará, inexorable. Que intensificará la arrogancia separando a la tierra del cielo. Pero que desencadenará también la fidelidad sin tacha del justo, cumpliendo cabalmente en su lucha el designio del Altísimo.
Cada uno de los tres lugares señalados evoca la historia del pueblo y adelanta la obra del siervo. El desierto curtió en el camino hacia la tierra prometida a quienes habían sido liberados de la esclavitud. El monte reveló la majestad divina al caudillo. Jerusalén estableció la morada del rey. Ahora mismo, el desierto de Jesús es la integración en su experiencia de toda fragilidad humana, de todo peligro y de todo agobio, pero también de comprobar la fidelidad y de disponer el ánimo a la misión. En otro momento, el monte refulgirá con su presencia, digna, en efecto, de ser adorada, revelando, además, el misterio íntimo de la Trinidad, hacia el que apuntaba toda la previa comunicación veterotestamentaria. La ciudad de David, finalmente, será el horizonte hacia el que él dirija sus pasos con toda convicción, para cumplir en ella toda justicia y suscitar el desbordamiento de la buena noticia hacia todos los pueblos.
En todo caso, el Espíritu Santo impregna de aroma salvador los pasos de Jesús. Nos muestra el itinerario de nuestro propio seguimiento del Señor. Es la respuesta efectiva a todas las insidias disgregadoras, con su fuerza de verdad y comunión. Es la clave para que nuestro tiempo litúrgico sea fecundo.
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