En aquel tiempo, Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir, y les dijo: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Pónganse en camino; yo los envío como corderos en medio de lobos. No lleven ni dinero, ni morral, ni sandalias y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa digan: ‘Que la paz reine en esta casa’. Y si allí hay gente amante de la paz, el deseo de paz de ustedes se cumplirá; si no, no se cumplirá. Quédense en esa casa. Coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. No anden de casa en casa.
En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman lo que les den. Curen a los enfermos que haya y díganles: ‘Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios’.Pero si entran en una ciudad y no los reciben, salgan por las calles y digan: ‘Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes. De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca’. Yo les digo que en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad”. Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría y le dijeron a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”.
Él les contestó: “Vi a Satanás caer del cielo como el rayo. A ustedes les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les someten. Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo”. Palabra del Señor.
San Lucas nos presenta en su Evangelio otra misión. No sólo los Doce son enviados: también otros setenta y dos discípulos. Ondas expansivas, que difunden la buena noticia y preparan la llegada de Jesús. La salvación dispuesta por Dios es una tarea que nos involucra, en la que vamos quedando incorporados poco a poco. Lo que preparamos siempre es su presencia. Porque el contenido del Reino es Jesús. Y Él mismo es quien dicta las condiciones de la labor. Pero esto no quita el valor propio de la colaboración. Es Él quien envía. Más aún, nos indica que roguemos al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. De alguna manera, nosotros mismos somos el fruto de su oración al Padre. Antes de encaminarnos a cumplir la encomienda, se nos introduce en el misterio de la súplica que el corazón humano de Jesús puede lanzar a su Padre celestial. La pequeñez del recurso no obsta para que se garantice la certeza del éxito.
La incorporación en la labor, con todo, no se queda en la oración y el compromiso. Sus frutos son participados por quien ha trabajado. La alegría del Reino se vive ya en los pequeños signos de los enviados. Hasta los demonios se les someten en el nombre del Señor. Participar es ya motivo de alegría. Y la satisfacción ante el logro, que desborda en su significado lo que se percibe a primera vista, alcanza al mismo Jesús. También Él se regocija por los méritos de sus enviados. Cunde, en efecto, el Evangelio, haciendo resonar en el cielo el júbilo de la salvación.
Y a ese júbilo final se refieren las palabras finales de Jesús. Los pequeños avances en la tierra, que en realidad siguen pareciendo poca cosa considerando el vastísimo horizonte de la humanidad, tienen una repercusión en la vida eterna. En el cielo. Sus nombres están escritos en el cielo. Así como es en el nombre de Jesús que se realiza la misión, así son los nombres de quienes son de Jesús los que quedan inscritos en el cielo. Los nombres, es decir, la fuerza de la presencia y la referencia elocuente de los mismos que han actuado. Ningún nombre se borra en la memoria del cielo. Asociados a su Señor, los nombres de los discípulos fieles tienen garantizada una alegría que ahora ni siquiera imaginamos.
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