En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?”
Él les respondió: “¿Qué les prescribió Moisés?” Ellos contestaron: “Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa”. Jesús les dijo: “Moisés prescribió esto, debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola cosa. De modo que ya no son dos, sino una sola cosa. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”.
Ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre el asunto. Jesús les dijo: “Si uno se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio”. (Mc 10, 2-12)
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La enseñanza de Jesús sobre el divorcio puede parecer de un rigor extremo. Más cuando la sociedad ha terminado por adecuarse a una práctica diversa. ¿Es en realidad una doctrina vigente? ¿No podríamos adaptarnos a las exigencias de las circunstancias y aceptar que no es posible atender en esto al Señor? En tiempos de Jesús, la misma Ley de Moisés lo permitía. ¿Para qué ir más lejos?
El mismo Jesús nos da la pista del peso de su enseñanza. También en sus tiempos habían terminado por ceder. La explicación de esa práctica, sin embargo, no se podía remitir a Dios. La causa de su permisividad era la dureza de corazón. Señal precisa de una actitud humana que ha terminado por cerrarse a Dios, al menos en una faceta de la vida, y que por lo tanto se orienta desde criterios ajenos a los que constituyen la propia naturaleza. La autoridad en esto del Señor se expresa con vigor: llega a corregir a Moisés. Llega a corregir la cultura de su tiempo. ¿Por qué?
Sólo la verdad nos hace libres. Sólo en la fidelidad a lo que somos encontramos la plenitud. Jesús dice que en el principio no fue así. Y retoma la verdad radical de la vocación humana al Matrimonio, a la unión de la carne para establecer un vínculo profundo, que es imagen de la misma comunión divina. Complementariedad integral que es tarea de realización humana. Violentarla no puede sino acarrear graves daños al mismo hombre.
Jesús nos conduce al principio, como un camino de salvación. El designio divino sobre nosotros es hermoso. Por supuesto que nos perdona en nuestros errores. Nos ayuda a sanar el corazón endurecido y nos orienta a levantarnos de la postración. Pero no nos miente, sobre todo cuando está en juego la santidad.
Los mismos discípulos se vieron confrontados, al punto de que en privado volvieron al tema. Y Jesús llegó a ser más radical. No solo explicó la raíz perversa de la ley mosaica en el corazón endurecido, sino puso en evidencia la condición de adulterio en que se caía ante una nueva unión. Inquietantes palabras, que ponen en evidencia el dramatismo de las fracturas humanas y cuán lejos pueden ponerse del designio original de Dios.
La segunda escena nos lleva de alguna manera al principio. Los niños. Al abrazarlos, al señalarlos como principio de responsabilidad social y misionera, se abre un hermoso camino ajeno a todo tipo de egoísmo.
En su pureza se puede percibir la ruta de las posibilidades humanas. Hay que comprometerse para que las nuevas generaciones puedan conocer la belleza del designio divino y no terminen por endurecer su corazón.
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