En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió, pues, que murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Murió también el rico y lo enterraron. Estaba éste en el lugar de castigo, en medio de tormentos, cuando levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro junto a él.
Entonces gritó: ‘Padre Abraham, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas’. Pero Abraham le contestó: ‘Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Además, entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá ni hacia acá’. El rico insistió: ‘Te ruego, entonces, padre Abraham, que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos’.
Abraham le dijo: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’. Pero el rico replicó: ‘No, padre Abraham. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán’. Abraham repuso: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto’”.
Una parábola es una narración simbólica de la que se extrae un mensaje para la vida. Jesús nos habla con parábolas porque es la forma como la gente de pueblo habla, y Él es uno más del pueblo. Lázaro, el protagonista de la parábola, no es un personaje histórico. No existe, pero está muy presente entre nosotros, real y tangible si nos atreviéramos a tocarlo.
Existe Lázaro y existe el rico Epulón más o menos rico, pero indiferente a la miseria de Lázaro que está echado a la puerta de su casa. O a lo mejor no tan indiferente porque considera que el espectáculo de ese pobre al que hasta los perros le lamen las llagas es antiestético y arruina su espacio visual.
El pecado del rico no es tanto el ser rico, sino el no preocuparse por los demás, sobre todo, por no preocuparse por los más pobres, y en ese pecado podemos estar nosotros sin siquiera ser ricos.
Nosotros somos el rico si pensamos que la culpa de la pobreza es del mismo Lázaro, y que si él quisiera podría salir de pobre, Somos el rico si pensamos que el ser pobre no significa andar sucio y que los pobres no deberían oler mal. Somos el rico si pensamos que los pobres son peligrosos porque detrás de cada uno de ellos se esconde un ladrón o hasta un asesino. Somos el rico si protestamos porque un vecino da de comer a unos malvivientes porque eso disminuye la plusvalía de nuestra zona. Somos el rico si logramos que las autoridades cierren un albergue para los migrantes porque suponemos o creemos que son delincuentes. Pero los verdaderos ricos son los que son indiferentes ante la pobreza humana muchas veces causada por ellos mismos. En los antiguos catecismos se nos enseñaba que había pecados que clamaban al cielo, y uno de ellos era explotar a los trabajadores.
Los pobres no son delincuentes, todavía no lo son. Nuestros migrantes no son criminales, tan sólo buscan trabajo y paz. La solidaridad humana con los más pobres jamás se podrá imponer por leyes porque hay mil formas en las que los poderosos las burlan y las aplican a su favor. La solidaridad es fruto del amor y eso solamente lo dan los principios morales que vienen de Dios. La solidaridad es fruto de una conversión personal.
La indiferencia es sinónimo de egoísmo, de orgullo y de avaricia. Ser indiferentes es pecado y sí, sí hay un infierno.
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