Espíritu Santo
En el Antiguo Testamento se nos menciona un rol social que debían cumplir los hombres cuando una mujer quedaba viuda y normalmente con hijos. Esta función social se llamaba defensor, consolador o rescatador, en hebreo go’el.
Un ejemplo muy claro es la función que realizó Booz en el libro de Rut (Rut 4,1-4), él se convirtió en el defensor o rescatador de Noemí -su pariente- al casarse con Rut -su nuera- y a partir de ese momento se entendió que ellas quedaban bajo su protección y con los mismos derechos que el resto de los familiares.
En la literatura profética se llega a comparar al pueblo hebreo como una viuda. En particular Isaías habla del pueblo como la esposa abandonada que requiere de un redentor (Is 54,6-7). Otra comparación está en la defensa que Dios hará de su pueblo ante las acusaciones de Satanás (Za 3,1).
El primer gran defensor o redentor enviado por el Padre al mundo es Nuestro Señor Jesucristo, así se lo expresó a Nicodemo: “tanto amó Dios al mundo que le envió a su hijo único para que quien crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 15-16).
Cuando ahora Jesús habla de “otro” consolador o defensor se refiere al Espíritu Santo cuya función en llevar a perfección la obra realizada por Cristo. El Espíritu recordará a los discípulos y los llevará a comprender bien las palabras que dijo Jesús.
El Espíritu es quien hace presente, por la realización de los sacramentos, la obra redentora de Jesús en este momento de la historia. La venida del Espíritu Santo no fue un privilegio de la primitiva comunidad cristiana. Es una realidad constante en la vida de la Iglesia y en la vida de cada uno de nosotros, para que no andemos solos, ni sucumbamos en el camino
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