En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, subió a una barca y se dirigió a un lugar apartado y solitario. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Cuando Jesús desembarcó, vio aquella muchedumbre, se compadeció de ella y curó a los enfermos.
Como ya se hacía tarde, se acercaron sus discípulos a decirle: “Estamos en despoblado y empieza a oscurecer. Despide a la gente para que vayan a los caseríos y compren algo de comer”. Pero Jesús les replicó: “No hace falta que vayan. Denles ustedes de comer”. Ellos le contestaron: “No tenemos aquí más que cinco panes y dos pescados”. Él les dijo: “Tráiganmelos”.
Luego mandó que la gente se sentara sobre el pasto. Tomó los cinco panes y los dos pescados, y mirando al cielo, pronunció una bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos para que los distribuyeran a la gente. Todos comieron hasta saciarse, y con los pedazos que habían sobrado, se llenaron doce canastos. Los que comieron eran unos cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y a los niños.
Jesús recibe una noticia terrible: la muerte violenta de Juan el Bautista. Vínculos profundos lo unían a él. Desde el preludio de su existencia humana y de su misión, él había estado ahí, en la comunión de la obediencia a la encomienda del Padre. El dolor lo mueve, naturalmente, al retiro y a la reflexión. Al refugio divino en el que se encuentra consuelo y alivio. Un lugar apartado y solitario para asimilar en el corazón el acontecimiento.
Pero el movimiento humano que lo sigue le impide detenerse. La soledad procurada no se alcanza. Son muchos los que lo buscan. Al desembarcar, Jesús se encuentra con ellos. Su interior rebosa, entonces, haciendo de su fina sensibilidad una fuente compasiva de salvación. Y curó a los enfermos. Y se quedó con ellos, hasta que empezó a atardecer. Ni siquiera el sentido práctico que recomendaba despedir a la gente impidió que el amor se desbordara. Les concedió a los discípulos darles ellos de comer, a pesar de que no tenían más que cinco panes y dos pescados.
El gesto es signo del banquete eucarístico. Ya previsto por los profetas prefigurando el horizonte universal de la salvación. Para explicarnos la fecundidad del amor divino y la manera como el ser humano puede sobreponerse al dolor intensificando la generosidad. Tomó los panes y los pescados, pronunció la bendición, partió los panes y los dio para que se distribuyeran. Y los discípulos adelantaron, también, el ministerio apostólico del sacramento y de la caridad. Unos canastos inexplicables quedaban como testigos de la profusión.
La sangre del Bautista estaba también misteriosamente asociada al signo abundante que se aproximaba. Jesús incorpora a su propio amor la fidelidad a la verdad y a la justicia de quienes preparan su venida, y multiplica los brazos del servicio desde su propio corazón transido por humana afinidad.
Ninguna enfermedad es ajena a la Eucaristía. Ella es medicina y vigor, alivio y remedio contra el agotamiento y la rendición. La noticia más triste se redime como Evangelio cuando nos encontramos en el corazón del Señor. Su mirada compasiva sigue transformando la angustia en ocasión de vida nueva. Y en cada pequeña fractura, sacramento de esperanza, sigue avisando el futuro pleno que mana de su amor.
El dolor movió a Jesús al retiro y la reflexión, pero el movimiento humano que lo seguía le impidió detenerse.
Nota del editor: El P. Julián López Amozurrutia es Canónigo del Venerable Cabildo Metropolitano.
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