El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.
En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.
Las heridas, los fracasos, rencores y desilusiones suelen ocasionar que –literalmente– cerremos las puertas de nuestro interior, congelando los sentimientos para no volver a sufrir.
Ha habido ocasiones en los que, algunas personas, prefieren aislarse sin un motivo más por vivir; la herida ha sido demasiado profunda y resulta realmente dolorosa su curación. El lamento puede orillarnos a hacer de nuestro entorno, un sepulcro en el que no queremos saber más de los demás, cerrándonos a toda posibilidad de amor.
La narración del Evangelio de este domingo, se ubica en este contexto en el que, los discípulos están en el cenáculo a puertas cerradas. San Juan nos da un detalle: “estaban a puertas cerradas por miedo a los judíos”. ¡Qué imagen tan más humana nos aporta el evangelista! Pues ese miedo está acompañado por la experiencia de abandono, el posible fracaso en el discipulado y la incertidumbre de que el sepulcro está abierto, pero no se sabe dónde está el Señor. Aquí está la paradoja: el cenáculo está cerrado pero el sepulcro abierto.
Benedicto XVI, en una homilía de la Vigilia Pascual, expresó: “Jesús, que por el acto de amor ha sido transformado totalmente, está libre de barreras y límites. No sólo es capaz de atravesar las puertas exteriores cerradas, como nos narran los Evangelios (cf. Jn 20,19). También puede atravesar la puerta interior entre el yo y el tú, la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir”.
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El Señor resucitado no se resigna delante de nuestros sepulcros, y él traspasa nuestras propias barreras y límites internos, así como aquel sepulcro entre un pasado irreconciliable con el presente. Por eso, su primera expresión ante sus discípulos será: “La paz esté con ustedes”.
Su presencia trae la paz prometida, no aquella que proviene como fruto de un sentimentalismo o de una indiferencia estoica, sino de aquella que proviene del encuentro con el Amigo que no reprocha el abandono, del Maestro que muestra la victoria definitiva sobre la muerte, del Señor que ahora, desea que los suyos vivan reconciliados y hagan vivir a los demás, mediante el ejercicio de la reconciliación: “perdonen los pecados”.
Una joven judía que, se encontraba en los campos de concentración de Auschwitz, llamada Etty Hillesum escribió en su diario: “Te prometo, oh Dios, que buscaré siempre encontrarte una casa, un reposo. Yo me pongo en camino y busco un techo para ti”.
Que esta Pascua nos siga ayudando a reconciliar nuestra vida para abrir nuestros sepulcros, y en la paz de Cristo, la vida de cada uno, sea ese hogar que permita que Cristo haga su obra, para comunicar su perdón a los demás. Así sea.
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