Un día salió Jesús de la casa donde se hospedaba y se sentó a la orilla del mar. Se reunió en torno suyo tanta gente, que él se vio obligado a subir a una barca, donde se sentó mientras la gente permanecía en la orilla. Entonces Jesús les habló de muchas cosas en parábolas y les dijo:
“Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron a lo largo del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno pedregoso, que tenía poca tierra; ahí germinaron pronto, porque la tierra no era gruesa; pero cuando subió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron, sofocaron las plantitas. Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos, ciento por uno; otros, sesenta; y otros, treinta. El que tenga oídos, que oiga”. (Mt 13,1-23)
El texto evangélico que corresponde a este domingo, se le conoce como la parábola del Sembrador y la Semilla. Estas palabras de Jesús indican la suma responsabilidad para acoger y custodiar la Palabra de Dios. De hecho, la imagen del Sembrador que deja caer la semilla en distintos terrenos es bastante sugestiva, pues no se refiere a un cierto descuido, sino a la gratuidad con la que el Señor dona su Palabra, incluso en aquel terreno que pudiera parecer estéril. Podríamos decir, parafraseando al Papa Francisco que, “el Señor no se cansa de sembrar”.
Entonces, ¿qué necesita el creyente para que haya una apertura fundamental a la Palabra? De la tradición cristiana podemos recoger estos aspectos para permitir que nuestro interior sea una tierra fértil:
El silencio exterior e interior. Son dos condiciones preliminares para una escucha profunda de la Palabra, dado que, posibilitan a que cada uno se predisponga a entrar en sí mismo; podríamos decir, en la celda de nuestro corazón (interior). Será allí que, alejándonos de los rumores, atendamos a nuestro corazón inquieto que desde su miseria anhela encontrarse con Dios (San Agustín).
El descentramiento del yo. Es la gran batalla cotidiana; más si el yo es hipertrófico, es decir, se encuentra en un “aumento excesivo de sí” en el que ya no hay espacio para Dios. De ahí que surja la necesidad de “descentrar” o “deslocalizar” el yo, para estar atentos a las mociones del Espíritu y sea evidente la primacía de la Palabra en la propia vida (obediencia a la Palabra). Justo la palabra obediencia proviene del latín ob-audire, que correspondería al significado de “saber escuchar”. Perseverar en la obediencia a la Palabra para no sofocarla con las aspiraciones egoístas requerirá de la oración, el ayuno de pensamiento e imágenes, así como de la docilidad y humildad a la gracia de los sacramentos.
Descentrar el yo para encontrar el nosotros. La búsqueda del silencio y el descentrar nuestro yo, no son motivos para generar una “espiritualidad farisaica”, pues la propia dinámica de la Palabra suscita en el creyente la necesidad del encuentro, con el Señor en la Eucaristía y la Reconciliación, como en el servicio hacia el hermano(a).
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