En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles, hablándoles así:
“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos serán ustedes, cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”.
Las palabras de Jesús suenan con la intensidad de quien interpela a la plenitud de la santidad. Ello no oculta una denuncia a la incongruencia que se reconoce en los líderes religiosos de su tiempo. Los expertos en las cuestiones de Dios hablan bien, pero no corroboran su enseñanza con la contundencia de las acciones. El reclamo se vuelve tan característico que aún hoy identificamos el término “fariseo” con hipocresía. El Señor no descarta sus palabras, pero sí pone en evidencia la maldad de sus obras.
Para los discípulos de Jesús, se trata de una advertencia permanente para el discernimiento de nuestra fidelidad. Porque de ninguna manera podemos considerarnos libres de esta tentación. No basta llamarlo “Señor, Señor” con insistencia, y decir que confiamos en Él, si nuestra manera de tratar a los demás no corresponde a la fraternidad de quienes invocan al Padre común. La afirmación de nuestro único Maestro es un llamado a la conversión, para no dejar de revisar nuestra congruencia y para transformar nuestras actitudes conforme a los valores del Evangelio. La integridad es parte de la vocación a la santidad.
Lejos de las pretensiones soberbias y arrogantes de los escribas y fariseos, a los discípulos se nos convoca al servicio. Los honores, el reconocimiento, el poder, los protagonismos no son propios de los que seguimos al que vino a servir y no a ser servido. La única grandeza cristiana es la de reproducir los sentimientos de Cristo a través de una entrega semejante a la suya. La cruz, en este sentido, es el signo de nuestra identidad.
Ni “maestros”, ni “padres”, ni “guías”. No porque no haya en la experiencia humana y en la misión eclesial tareas de enseñanza, de vivificación y de conducción. Los términos hacen daño cuando perdemos la perspectiva teológica, que se adhiere a la única fuente de la salvación, y pretende ocupar el lugar divino y sentirnos la pieza decisiva en torno a la cual toda la realidad embona. La humildad es la ruta de la autenticidad cristiana. Sólo quien lo asume participa verdaderamente en el dinamismo de la salvación. Seamos servidores íntegros, con la sencillez de los discípulos de Cristo, dóciles a su Espíritu y libres como hijos del Padre.
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