Evangelio de san Mateo (27, 11-54, 66)

Jesús compareció ante el procurador, Poncio Pilato, quien le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Jesús respondió: “Tú lo has dicho”. Pero nada respondió a las acusaciones que le hacían los sumos sacerdotes y los ancianos. Entonces le dijo Pilato: “¿No oyes todo lo que dicen contra ti?” Pero él nada respondió, hasta el punto de que el procurador se quedó muy extrañado. Con ocasión de la fiesta de la Pascua, el procurador solía conceder a la multitud la libertad del preso que quisieran. Tenían entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Dijo, pues, Pilato a los ahí reunidos: “¿A quién quieren que les deje en libertad: a Barrabás o a Jesús, que se dice el Mesías?” Pilato sabía que se lo habían entregado por envidia.

Estando él sentado en el tribunal, su mujer mandó decirle: “No te metas con ese hombre justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por su causa”.

Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la muchedumbre de que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. Así, cuando el procurador les preguntó: “¿A cuál de los dos quieren que les suelte?” Ellos respondieron: “A Barrabás”. Pilato les dijo: “¿Y qué voy a hacer con Jesús, que se dice el Mesías?” Respondieron todos: “Crucifícalo”. Pilato preguntó: “Pero, ¿qué mal ha hecho?” Mas ellos seguían gritando cada vez con más fuerza: “¡Crucifícalo!” Entonces Pilato, viendo que nada conseguía y que crecía el tumulto, pidió agua y se lavó las manos ante el pueblo, diciendo: “Yo no me hago responsable de la muerte de este hombre justo. Allá ustedes”. Todo el pueblo respondió: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” Entonces Pilato puso en libertad a Barrabás. En cambio a Jesús lo hizo azotar y lo entregó para que lo crucificaran.

Los soldados del procurador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a todo el batallón. Lo desnudaron, le echaron encima un manto de púrpura, trenzaron una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza; le pusieron una caña en su mano derecha y, arrodillándose ante él, se burlaban diciendo: “¡Viva el rey de los judíos!”, y le escupían.

Luego, quitándole la caña, lo golpeaban con ella en la cabeza. Después de que se burlaron de él, le quitaron el manto, le pusieron sus ropas y lo llevaron a crucificar.

Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz. Al llegar a un lugar llamado Gólgota, es decir, “Lugar de la Calavera”, le dieron a beber a Jesús vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no lo quiso beber. Los que lo crucificaron se repartieron sus vestidos, echando suertes, y se quedaron sentados ahí para custodiarlo. Sobre su cabeza pusieron por escrito la causa de su condena: ‘Éste es Jesús, el rey de los judíos’. Juntamente con él, crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.

Los que pasaban por ahí lo insultaban moviendo la cabeza y gritándole: “Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz”. También se burlaban de él los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, diciendo: “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo. Si es el rey de Israel, que baje de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios, que Dios lo salve ahora, si es que de verdad lo ama, pues él ha dicho: ‘Soy el Hijo de Dios’ ”. Hasta los ladrones que estaban crucificados a su lado lo injuriaban.

Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, se oscureció toda aquella tierra. Y alrededor de las tres, Jesús exclamó con fuerte voz: “Elí, Elí, ¿lemá sabactaní?”, que quiere decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Está llamando a Elías”.

Enseguida uno de ellos fue corriendo a tomar una esponja, la empapó en vinagre y sujetándola a una caña, le ofreció de beber. Pero los otros le dijeron: “Déjalo. Vamos a ver si viene Elías a salvarlo”. Entonces Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró.

Aquí todos se arrodillan y guardan silencio por unos instantes.

Entonces el velo del templo se rasgó en dos partes, de arriba a abajo, la tierra tembló y las rocas se partieron. Se abrieron los sepulcros y resucitaron muchos justos que habían muerto, y después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a mucha gente. Por su parte, el oficial y los que estaban con él custodiando a Jesús, al ver el terremoto y las cosas que ocurrían, se llenaron de un gran temor y dijeron: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”.

Comentario

Nunca estamos solos. El evangelio según san Mateo nos orienta desde el principio a reconocer a Jesús como “Dios-con-nosotros”. Cuando a san José se le anuncia que la Virgen ha concebido por obra del Espíritu Santo y habría de darle el nombre de Jesús, se nos indica que aquello sucedió para que se cumpliera la profecía del Emmanuel, “Dios-con-nosotros”. Después de la resurrección, al enviar a sus discípulos a todas las naciones, el mismo Señor garantizó su permanencia con ellos: “Yo-con-ustedes”.

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Durante la narración de la pasión, en algunos momentos cruciales aparece sugestivamente la misma idea. En la Última Cena, en el momento de pasar el cáliz, Jesús anunció que no volvería a beber del fruto de la vid hasta beberlo “con ustedes nuevo” en el Reino de su Padre. Se insinuaba así a la vez el banquete definitivo de la vida eterna y su adelanto en toda celebración eucarística, como el orden nuevo establecido por su compañía. ¡Qué evidente nos resulta de pronto el hambre del pan vivo!

Después de cantar los himnos con los discípulos, Jesús fue “con ellos” al lugar llamado Getsemaní. En el contexto de su oración intensa, la instrucción del Señor es precisa. Les dice: “Velen conmigo”. Y al encontrarlos dormidos, le reclama a Pedro en los mismos términos: “¿No han podido velar conmigo?” La reciprocidad en la compañía se convierte en una de sus últimas enseñanzas. Se orienta la vocación de los discípulos a aprender a estar con Él abiertos a la voluntad del Padre. De hecho, cuando el mismo Pedro es interrogado, la manera de señalarlo fue la misma: “Tú andabas con él”. “Ese andaba con Jesús”.

Pero en el período crítico de la pasión, la experiencia de Jesús es de abandono. Los discípulos, tras la aprehensión, huyeron, abandonándolo. Ante las preguntas, Pedro niega conocerlo. En la Cruz, en el momento más dramático, Jesús pone en sus labios el salmo que interroga al Padre por la soledad extrema que ha hecho suya: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Para realizar plenamente la salvación y ofrecer la definitiva compañía de Dios a los seres humanos, Jesús ha pasado por el cáliz de la soledad. Él no desconoce la tristeza del aislamiento. Pero haciéndola suya, nos muestra el camino para aprender a ser verdaderamente compañía para los hermanos. Con la Pascua, la misión de los discípulos asumirá la encomienda de acercar la divina compañía acogiendo al pequeño y haciéndose cargo del necesitado. La Iglesia tiene la tarea de recordar y hacer sentir a todos que nadie está solo, porque Dios está con nosotros.

P. Julian López Amozurrutia

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