Alberto Quiroga
Siendo niño, iba por la calle con uno de mis hermanos mayores, cuando nos encontramos a un conocido suyo. Después de los saludos, comenzó a preguntarle a mi hermano detalles actualizados de su vida, que si seguía yendo a la escuela, que si aún jugaba en tal deportivo y un largo etcétera. Al final, quedó muy formal de retomar la amistad, prometiendo irlo a visitarlo el siguiente sábado.
Ya solos, le hice el comentario a mi hermano que ese día tendríamos una reunión familiar, así que no iba a poder atender a su amigo, pero me tranquilizó diciéndome: No te preocupes, no va a ir, él siempre habla por hablar.
Hace unos días, escuché una charla entre una madre y su hijo. Ella prometía que ya se iba a portar bien, que ya no iba a tomar alcohol (algo grave debía haber pasado entre ellos y por eso la petición de disculpas) pero el niño soltó una dura frase: Ya no te creo, siempre dices lo mismo.
Estos son solamente dos ejemplos de la forma tan rápida en la que nos justificamos en la mentira, a evadir las responsabilidades con promesas que sabemos que no vamos a cumplir, pero aun así las hacemos.
El fin de año se presta para hacer promesas de cambio que tal vez no pasen de simples ocurrencias a menos que realmente nos propongamos cambiar.
Antes de hacerle una promesa a Dios, o a tus seres queridos, párate solo frente a un espejo, y viéndote a los ojos, prométete a ti mismo lo que vas a cambiar. Si no te crees, significa que te falta un verdadero compromiso por cambiar. Trabaja en ello.
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