La crisis en la que ha sumido al mundo tanto la pandemia como la guerra de Rusia en Ucrania ha tenido como resultado, una vez más, la preocupación de todos por los alimentos. Y por el hambre.
Varias son las acciones que podemos llevar a cabo. Primero, los que tenemos la fortuna de poder comer todos los días, no desperdiciar. El desperdicio es una bofetada en la cara de quienes no tienen nada que llevarse a la boca. Segundo, tratar de hacer nosotros nuestros propios alimentos. Conservas, compotas, frutas secas. Tercero, tener en casa alimentos que no caducan. Y, cuarto, compartir una despensa –o dos– a la semana con aquellas personas que sabemos que pasan necesidad.
En pocas palabras: hoy más que nunca el espíritu cristiano se muestra en la austeridad, en la necesidad de ponerle límites al consumo. De eso se trata nuestra fe: de compartir, de preocuparse por el espíritu y por el otro; de sacar fuerzas de flaqueza. Cuando todo converge hacia una vida extravagante, la modestia del hablar, del vestir, del comer y del beber; la misión de adoptar lo esencial nos hace más conscientes de ser hijos de Dios, hermanos de Cristo, hermanos de nuestros hermanos.
En algún lugar leí que el verdadero cristiano se construye con tres elementos: madrugar, ayunar y callar. Solo por amor a Dios será posible cumplir ese programa de vida, cuando en el mundo priva la dispersión, el parloteo y la intolerancia a todo lo que nos exija un sacrificio.
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