Cuando hablo del pasado –me decía el abuelo-, mi nieto arquea las cejas en señal de escepticismo y hace como que no oye. Querrá, tal vez, que le hable del futuro. Pero para nosotros, los viejos –como dijo uno de mi edad en una bellísima película española-, hacer planes para tres días es hacer planes para muchos días.
Apenas abro la boca, el muchacho me interrumpe para decir: “No es necesario que me cuentes esa historia, abuelo: ya me la sé. La has contado desde que me acuerdo unas setecientas veces”. ¿De qué quiere que le hable, entonces? Conforme pasan los años, los viejos vamos tornándonos silenciosos. Primero, porque lo que decimos no interesa; y segundo, porque hemos aprendido del valor de las palabras. “Antes de hablar, asegúrate que lo que vas a decir sea más precioso que el silencio”. No recuerdo quién fue el que acuñó esta frase, pero casi juraría que lo hizo un viejo. Llegados a cierta edad hacemos un balance y descubrimos con asombro que mucho de lo que dijimos se ha perdido en ese olvido universal de que hablaba no sé quién. Entonces, callamos. Ah, pero cuando abrimos la boca – y espero que no tome usted por presuntuoso- es como si hablara el oráculo de Delfos.
Los jóvenes hablan de proyectos; nosotros, de los muertos. ¿De qué vamos a hablar si no de los que hemos conocido y admirado, de los que amamos y ya no están? Mi nieto haría bien en tomar en cuenta esta verdad fundamental: envejecer es haber asistido a muchas muertes.
Por lo demás, nadie sabe si, como dijo el personaje de una novela leída en mi madurez, el mundo no haya sido creado para los muertos. Confieso que cuando tenía treinta años, tal afirmación me pareció sumamente chocante, si no es que aterradora; hoy, en cambio, no sabría qué decir de ella. Como la memoria ya empieza a fallarme, me gustaría transcribirla in extensu; está tomada de un libro de Flannery O’Connor (1925-1964), la novelista estadounidense, y dice así: “El mundo ha sido creado para los muertos. Piensa en la cantidad de muertos que hay en él. Hay un millón de veces más muertos que vivos, y los muertos se quedan muertos millones de años más de cuanto permanecen vivos los vivos”. ¿No es un pensamiento sumamente persuasivo y a la vez consolador para aquellos que ya sabemos lo que nos espera en un futuro no muy lejano?
Le pregunté hace poco a mi nieto que cuánto empleaba normalmente para ir en automóvil de su casa al centro de la ciudad; me respondió que cuarenta o cincuenta minutos. Le dije entonces:
-¡Qué casualidad, lo mismo que yo hacía hace cuarenta años, y caminando!
-Es por el tráfico -protestó poniéndose a la defensiva.
Pero yo me reí por dentro, pues su respuesta no hizo más que confirmar la idea, arraigada en mí desde hace mucho, que, por lo que respecta a las cosas importantes, el progreso no sirve para nada. Amamos como se amaba hace diez mil años; tenemos tanto miedo al furor de la naturaleza como lo tenían los cavernícolas en sus cuevas decoradas con pinturas de alces y mamuts. Sí, es verdad que hoy dormimos en camas más mullidas, pero nuestra necesidad de dormir es la misma.
Lo que me gustaría es hacer entender a los jóvenes –sobre todo a ese joven recién entrado a la universidad que es mi nieto- que si bien no todo tiempo pasado fue mejor, tampoco fue lo que se dice peor. Cuando le hablo, por ejemplo, de cartas escritas a mano, se ríe como compadeciéndome de algo. No comprende que una carta escrita a mano era valiosa no tanto por lo que se leía en ella, cuanto por la dedicación que implicaba redactarla. ¡Cuántas hojas arrojadas a la papelera dejaba tras de sí la más sencilla declaración amorosa! Y, así, recomenzando la carta una y otra vez, íbamos aprendiendo algo de la vida: por ejemplo, que siempre es posible volver a empezar. En otras palabras, las cosas y las acciones, con tal de que las observáramos y ejecutáramos debidamente, nos iban enseñando el difícil arte de vivir.
Hoy las gomas de borrar no la usan más que los dibujantes, pero en mis tiempos no nos dejaban entrar a la escuela si no íbamos bien provistos de estas gomas coloradas. Y, al utilizarlas, aprendíamos que aunque es humano equivocarse, siempre es posible corregir nuestros errores. Hoy los estudiantes no escriben sino con bolígrafos y las cancelaciones se vuelven imposibles. ¿Será por eso que viven con un sentimiento trágico que nosotros, sus abuelos, casi no conocimos?
Pero, bueno, son pensamientos de viejo, simples sospechas. Ojalá me equivoque.
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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