La celebración de la Solemnidad de Todos los Santos y la Solemnidad de los Fieles Difuntos nos recuerdan los contrastes que experimentamos a diario como seres finitos e imperfectos, pero también como almas que aspiran a ser mejores cada día, a vencer sus carencias y debilidades para así poder gozar de la presencia de Dios en la vida eterna.
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En medio de estos polos y contrastes yace nuestra existencia, tan subjetiva y efímera, pero tan profunda y contundente cuando se trata de cuestionar a Dios con una simple pregunta: ¿Quién quieres Tú que yo sea? Y así, también, interpelarnos a nosotros mismos con una pregunta que duele y atemoriza, pero a la vez sana y alienta: ¿Qué estoy dispuesto a dejar de mí mismo para abandonarme por completo a la voluntad de Dios?
Tal vez, el hombre tropieza tanto en la búsqueda de un sentido a su vida, por no orientar su vida a ser esa clase de hombre que busca al Señor antes que a su propio sentido. Las respuestas entonces no se encontrarán afuera, ni nadie nos las podrá brindar. La respuesta es, como su nombre lo dice, nuestra responsabilidad, pero también es nuestra elección libre para convertirla en un testimonio viviente.
La respuesta será única e irrepetible, tan única e irrepetible como la identidad de cada uno de los Santos que ya están en el cielo y que nos han dejado como legado su propio camino, no para que lo repliquemos, sino para que vivamos el nuestro con la esperanza de lograrlo también, quitando las barreras en nuestra mente y corazón, convencidos de que lo único que necesitamos es -como los Santos lo hicieron- la valentía de seguir a Dios, a pesar de nosotros mismos.
Por su parte, la muerte nos trae también recordatorios contrastantes, agridulces, pero llenos de vida y esperanza. Vida para ser instrumentos de la voluntad de Dios y esperanza de que Él no nos abandonará jamás si luchamos por cumplirla.
Estamos de paso, y todos, sin importar quiénes somos y lo mucho o poco que acumulamos en este mundo, tenemos un destino irremediable. La muerte nos impela a trabajar por nuestro legado, a vivir en la consciencia de que cada paso que damos es un bloque que lo construye y que si bien no sabremos cuándo se acabarán las piezas, podemos estar seguros de que cada una de ellas es de vital importancia, no tanto por el reconocimiento que obtendremos al final de nuestra obra, sino por lo mucho que los demás podrán reconocer a Dios a través de ésta.
Celebrar la muerte no quiere decir que ésta no duela hasta los huesos. Pero la muerte nos recuerda que dolor no es sinónimo de miedo. Suplamos el temor a la muerte por el temor a una vida en enemistad con Cristo. No desde la perspectiva de castigo y recompensa, sino desde la mirada del amor y el agradecimiento a quien murió para que nosotros pudiéramos vivir, así como del temor a ofenderlo y alejarnos de Él.
Corramos a vivir que Dios no sólo nos llama cuando morimos, Dios nos llama cuando estamos vivos. La muerte nos recuerda todo lo valioso que tenemos. La muerte de alguien a quien amamos nos hace pensar en lo afortunados que fuimos de compartir el tiempo y el espacio en este mundo con otras almas que nos llenan con su vida, y aunque nos sentimos vacíos con su muerte, ese vacío vuelve a llenarse con la esperanza de saber que estuvieron aquí y que, quizá, si Dios así lo dispone, ellos ya pueden contemplar el rostro de quien nos ama, nos perdona y nos espera al final.
El día y la hora llegarán, inevitablemente, como llega esa cita importante para la cual nos preparamos con entusiasmo, planeando cada detalle, trabajando duro para que todo salga como lo esperamos, así también nos pide Dios que vivamos, fijándonos en los detalles importantes, cumpliendo con lo que el encuentro con Él nos requiere. ¿Cómo quieres que te encuentre Dios cuando llegue tu momento?
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