¿Era de mañana cuando Moisés apacentaba el rebaño de su suegro Jetró? ¿Caía ya la tarde? En realidad, esto no importa, sino lo que sigue. Y es que, mientras apacentaba el rebaño de su suegro, como queda dicho, vio Moisés a lo lejos una zarza que ardía sin consumirse. “¿Qué misterio es éste?”, se preguntó. Y ya se acercaba a contemplar el extraño fenómeno cuando una voz lo paró en seco:
-“No te acerques. Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado”.
¿Quién era éste que así hablaba? Moisés no sabía qué pensar; pero además ni siquiera tuvo tiempo para ello, pues la voz continuó hablando así:
-“Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”.
“¡Trágame, tierra!”, se diría Moisés. ¿De modo que era Dios mismo quien le hablaba? ¿Y para qué, si podía saberse?
-“He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, una tierra que mana leche y miel… La queja de los israelitas ha llegado a mí, y he visto cómo los tiranizan los egipcios. Y ahora, anda, te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, los israelitas”.
¡Como si fuera tan fácil! Moisés tartamudeaba, no sabía qué pensar, de modo que se limitó a decir:
-“¿Y quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto?”.
-“Yo estoy contigo –le dijo Dios-, y ésta es la señal de que yo te envío: que en cuanto saques al pueblo de Egipto, ustedes darán culto a Dios en esta montaña”.
Sí, sí, todo esto estaba muy bien; pero, ¿cómo iba a sacar Moisés a los israelitas: cargándolos, empujándolos, llevándolos a rastras, o cómo? Además, había aún un par de cosas que necesitaban ser aclaradas:
-“Mira –dijo Moisés, que ya iba tomando confianza-, yo iré a los israelitas y les diré: el Dios de sus padres me ha enviado a ustedes. Pero si ellos me preguntan cómo se llama, ¿qué les respondo?”.
-“Yo soy el que soy. Esto dirás a los israelitas: Yo soy me envía a ustedes” (Éxodo 3, 1-14).
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Yo soy el que soy. “Ehyeh ‘ser ‘ehyeh”. Desde que Dios pronunció estas palabras extrañas, los hombres no han dejado de preguntarse qué es lo que podrían significar. Y, a este respecto, dicen los estudiosos de la Sagrada Escritura que la traducción más aceptable del Nombre divino (Yo soy el que soy) bien podría ser ésta: “Yo soy el que está contigo”, y se apoyan para defender su posición argumentando que, para los israelitas del tiempo de Moisés, el verbo ser (de “Yo soy”) denotaba no solamente el hecho de “estar-ahí”, sino sobre todo el hecho de “estar-con”, pues su concepto de la vida era rigurosamente comunitario.
Uno de estos estudiosos, el jesuita John C. Murray, profesor de teología en la Universidad de Yale, escribió así, por ejemplo, en uno de sus libros:
“Para los antiguos israelitas, como para todos los pueblos primitivos, la existencia era una cuestión de comunidad: ser era estar con los demás. La existencia, pues, era un asunto efectivo: ser era estar-en-acción” (véase su interesante libro “El problema de Dios”).
De este modo, decir “Yo soy el que soy” equivalía, en la lengua de Moisés, a decir también: “Yo soy el que está contigo, el que actúa por ti”, o, incluso, “el que combate por tu causa”. Esto es más o menos –a decir del padre Murray- lo que aquellos judíos esclavizados entendieron cuando Moisés les reveló el nombre divino.
Para un judío de aquellos tiempos remotos era, pues, inconcebible que alguna vez alguien de entre ellos pudiera llegar a preguntarse como hacemos nosotros: “¿Existe Dios?”. Ésta, para ellos, hubiera sido una pregunta carente de todo sentido. Pero, en cambio, podían preguntarse –como de hecho lo hicieron, y no una, sino innumerables veces-: “¿Está entre nosotros el Señor o no?” (Éxodo 17, 7).
Esto ha hecho pensar a más de un estudioso que el ateísmo en cuanto tal no existió –ni pudo existir- entre los israelitas de la antigüedad. Ahora bien, si por ateo se entiende a aquel que pone en duda o incluso niega la existencia de Dios –cosa que un judío del Antiguo Testamento no hubiera podido hacer por nada del mundo- entonces es claro que no hubo ateos entre ellos; pero si se piensa que el ateo era más bien el quien ponía en duda la cercanía de Dios (“¿Está el Señor con nosotros o no?”), entonces es claro que sí los hubo, sólo que la Escritura nos los llama ateos –que es una palabra de cuño más bien reciente-, sino “insensatos”. “Dice el insensato para sí: ‘No hay Dios’ ” (Salmo 13,1).
Y comenta el padre Murray: “La negativa del insensato no se refiere a la existencia de Dios en algún sentido metafísico, sino a su existencia activa en medio de su pueblo. El hombre insensato se dice a sí mismo: ‘Dios no está aquí, ahora, conmigo’ ”.
En sentido genuinamente bíblico, pues, ateo no es el que, tras una serie de razonamientos lógicamente encadenados, llega a la conclusión de que no existe ninguna entidad que pueda llamarse divina, sino el que se siente abandonado, solo y como a merced de los vientos. ¿Quiere decir esto, entonces, que sentirse desesperado era, para el judío bíblico, tanto como negar a Dios e incurrir en el pecado de ateísmo? Sí.
Porque Dios había mandado decirle al pueblo por boca de Moisés: “Yo soy el que soy”, es decir, “el que está contigo, el que combate por ti”, y Dios no puede mentir. El que cree que anda por la vida sin quién por él; el que cree que Dios ni siquiera lo mira; el que se cree abandonado: ése es al ateo genuino, aunque diga que no lo es. ¡Vaya noticia!
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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