Jaime Septién
Ni soy teólogo ni pretendo serlo. Soy periodista. Y no tengo por qué juzgar los hechos que algunas corrientes de la Iglesia, de las que se denominan “conservadoras”, imputan al Papa Francisco.
Simplemente no estoy de acuerdo con ellas. A mí me parece que este Pontífice (de los dos que han atravesado mi vida adulta) es quien está llevando el Concilio Vaticano II a sus últimas consecuencias.
El Sínodo sobre la Sinodalidad que ocurrió hace un par de meses, y la Primera Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe, que terminó la semana pasada, dan idea de algo que señaló el Papa al periodista Austen Iverigh en Soñemos juntos: que la pandemia nos ha enseñado que nadie puede salvarse solo. Que hay que escuchar, acompañar, dialogar con el otro, aunque sea totalmente contrario a mis ideas.
El cardenal Ouellet lo dijo también en la Asamblea Eclesial: la fe cristiana es un don, es una inmensa gracia que se recibe con gratitud, que ningún acto de caridad se pierde, que cada esfuerzo de sinodalidad contribuye a construir caminos nuevos de participación, comunión y misión, configurando así de modo concreto el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
Si no entendemos eso, no entenderemos que, como dijo el Papa a Iverigh, “nuestro mayor poder no es el respeto que los otros nos tienen, sino el servicio que podemos ofrecer a los demás”.
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